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La cultura de la cancelación debe ser cancelada

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Dado los arrebatos de la opinión pública referidos a la actuación de «Violento Parra», humorista nacional, en programa «Mentiras Verdaderas», debo referirme a un fenómeno mundial que está produciendo tantos problemas como consecuencia indeseables dentro del mundo del entretenimiento y la cultura.

La cultura y el arte están supeditados al momento histórico en le cual se crean y desenvuelven sus obras. Es así como tenemos arte basado en deidades en casi toda la historia antigua, gestas de batallas, culto al cuerpo humano, a la naturaleza o a la abstracción según sea la época en que se realizaron y las influencias de la misma sociedad en sus autores. Es imposible usar una misma vara para medir la moralidad de tales obras, ya que el contexto determina mucho el producto que vemos hoy en día. Dicho aquello, cabe señalar que eso no significa que no se pueda tener una mirada crítica de los mismos, dado que somos seres que evolucionan social y culturalmente y que, bajo los nuevos parámetros que nosotros mismos nos vamos imponiendo, las visiones cambian y permiten análisis dispares según el momento en que vivimos.

Bajo este lente, quiero analizar el fenómeno de la «cultura de la cancelación». Este movimiento, que ha explotado gracias a las redes sociales, es una forma de rechazo público a una obra, autor, movimiento o moda que existe o existió y que, en vez de analizar el tema bajo los contextos antes descritos, los iguala a la normalidad actual. Es así como desde hace un tiempo hemos visto que se ha criticado a directores conocidos y queridos como James Gunn por un tweet en broma pasado de la raya que publicó hace 10 años y que Disney tomó como justificación para echarlo del MCU. Luego, cuando se dieron cuenta que todo el elenco de Guardianes de la Galaxia se negaba a participar en nuevas entregas sin él, decidieron recontratarlo.

También hemos visto el caso de «Lo que el viento se llevó», una película clásica de 1939, que se basa en el libro del mismo nombre publicado tres años antes y que mostraba la Guerra de Secesión de Estados Unidos desde la perspectiva de una familia sureña, poseedora de esclavos. Esa película fue filmada en una época en que la comunidad afroamericana no tenía presencia real en el cine excepto por pequeños papeles y cortometrajes, sin reconocimiento de derechos reales en la sociedad. Obviamente su visión es bastante racista referida a los parámetros actuales, pero además trata de una época donde la esclavitud era algo natural para la sociedad norteamericana. Ahora se le cataloga de ser una película racista y eso la ha llevado a pedir que se le elimine de todas las plataformas de streaming y que obligó a las distribuidoras a poner un cartel al inicio explicando que «se hizo bajo un contexto histórico distinto». Esa película fue la que dio el primer Oscar a una actriz de color quien no lo pudo recibir en el mismo escenario que el resto de los actores, por estar segregados los espacios según raza. Fue el inicio de una larga travesía para que la comunidad afroamericana lograra respeto y reconocimiento en el cine de Estados Unidos. Es decir, una película «racista» termina siendo el medio para reivindicar a la comunidad segregada. No darle ese peso y sólo ver la obra bajo el prisma de lo que el racismo es considerado hoy le quita la posibilidad de seguir siendo un clásico del cine de todos los tiempos.

Es así como también tenemos el problema con las artes frente al legado de las mujeres. Olvidadas, relegadas, a quienes muchas veces les quitaron el crédito de sus propias obras, hoy por hoy son la piedra base de la creatividad y la cultura en el mundo. Es imposible pensar que la cultura no las considere. Son muchas veces más audaces y logran mayores éxitos en ámbitos que se les negaron por sus pares masculinos que primero las vieron como incapaces y luego como una amenaza. Las letras de canciones, los textos de libros, las menciones, las mismas obras que mostraban a las mujeres sólo como una comparsa dentro de la gran obra de los machos recios que salvaban al mundo, peleaban guerras y creaban grandes inventos, han sido criticadas en innumerables ocasiones por perpetuar ese modelo al ser consideradas obras máximas de la historia. Pero eso está llevando a cuestionar obras que, por más que nos molesten hoy, siguen siendo obras que marcaron época y son necesarias para entender la historia.

En el caso de «Violento Parra» no quiero decir que su propuesta me resulte un «arte» que deba ser defendido a raja tabla. Es más, siendo un humorista de limitadas capacidades, le ha sacado el jugo a su propuesta irreverente y crítica, personificando a la versión más arcaica del cuico ricachón y analfabeto social que predomina en la clase alta chilena, desconectada de la realidad que el 96% de Chile vive. Sus ataques son propios de los códigos que esa élite ha acuñado por generaciones, para quienes un mapuche, un pobre, un homosexual o un extranjero son igual de indeseables y molestos. El escuchar las frases llenas de desprecio que canta «Violento Parra» nos hace sonreír con una mueca que demuestra que sabemos que esa sátira y caricatura no está tan alejada de como todos vemos a esa clase alta. El problema radica en que su humor es invertido. El chiste no es el chiste, si no la forma en que dice lo que dice, aunque lo que diga sea aberrante a nuestros oídos y completamente censurable desde la moralidad imperante.

Lo malo que conlleva la cultura de la cancelación es que en vez de criticar y llevar a la palestra el problema y analizarlo como sociedad, normalmente lo que quiere es borrar los hechos que le incomodan a la mayoría.

Impacta, por otro lado, que quienes han ocupado la cultura de la cancelación muchas veces han sido los más marginados por la sociedad. Minorías de todo tipo y color han tomado esta herramienta como una vendetta contra lo que los ataca de forma directa o indirecta, sin importar la fuente o la intención. Estamos claros que «Violento Parra» no será recordado en los anales de nuestra historia como un revolucionario, un líder de opinión ni una lumbrera del humor criollo, pero se le ha dado demasiada importancia a su rutina, sobre todo por la reacción de Daniela Vega, quien se ha vuelto algo así como paladín de la causa trans y de ejemplo para el resto de la sociedad de que la comunidad LGBT+ vino a para quedarse con una fuerza nunca antes vista. Ella misma, desde su palestra, se ha convertido un ente de censura.

Lo malo que conlleva la cultura de la cancelación es que en vez de criticar y llevar a la palestra el problema y analizarlo como sociedad, normalmente lo que quiere es borrar los hechos que le incomodan a la mayoría. Es decir, es como tener un plumón negro en la historia e ir tarjando personas o hechos que nos molestan para que no se hable más de ellos. Y la naturaleza humana no aprende si no es por los errores que comete y que la empujan a los aciertos que luego heredará a las siguientes generaciones. Es como que dijéramos que en Europa eligieron a un líder extremo nacionalsocialista en los años 30 y después (renglón negro) Europa se ha convertido en un lugar multicultural y multirracial. O como muy bien hicieron en un sketch de Plan Z, cuando Pinochet iba a pedirle «amablemente» a Allende que dejara el gobierno y luego se hacía un corte que decía que «imágenes incómodas se reemplazaron por este paisaje» para que luego todos se abrazaban felices por el nuevo Chile. A los chilenos que sabemos qué ocurrió nos pareció una forma muy clara de demostrar cómo quienes fueron partidarios de la dictadura veían el hecho del golpe militar de 1973 y sus consecuencias, una visión completamente ajena y descontextualizada a lo que vivió el resto de Chile por esos años. Y es entonces que se entiende que el chiste no es reírse de la muerte de Allende, las torturas o la falta de libertad, el exilio, etc… todo pasa por reírse de la desconexión entre quienes cuentan la historia con la realidad a la que se refiere.

La cultura de la cancelación está produciendo que las visiones distintas o dispares comiencen a variar. Es así como algunas se anulan para seguir con la opinión general y otras, por el contrario se radicalizan. Y es ahí cuando comienzan las polarizaciones sociales que conllevan a enfrentamientos mayores. Su efecto puede ser nefasto a largo plazo. Si borramos partes incómodas de nuestro pasado, es muy posible que en el futuro quienes no tengan esa información cometan esos mismos errores.

Debemos mejorar como sociedad, aceptar nuestros errores y evolucionar. Borrar el pasado nos da una falsa sensación de tranquilidad. La calma antes de la tormenta.

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