La violencia en la pareja ha sido un fenómeno histórico lamentable, debido a sus alcances sociales e impacto que generan en las personas, en muchas incluso la muerte por parte de su agresor, desde ahí que en las últimas dos décadas en Chile se ha venido internalizando el concepto de “femicidio” muy distinto al concepto de “homicidio”, pues se entiende que el primero solo se vive por el hecho de ser mujer y amparado en un sistema social que así lo permite, recibiendo este grupo violencia psicológica, física, económica y sexual, frente a un Estado silencioso. De alguna manera cómplice de un agresor masculino, entrenado socialmente para ejercer poder y dominio sobre una víctima femenina.
Los estudios se han concentrado en parejas heterosexuales, sin ahondar mucho en las manifestaciones de violencia que se pueden observar en agresoras femeninas a víctimas masculinas o entre parejas homosexuales y LGTBI, y las consecuencias y daños que ésta pueda causar en ambos miembros.
A pesar que los estudios reconocen la existencia de violencia al interior de las parejas; según la investigación realizada por MUMS, UCN y CLAM, un 7% de la población LGTBI refiere haber recibido violencia por parte de su pareja.
Cabe destacar un dato importante a considerar, el nivel de violencia social que vive la población LGTBI de forma sistemática y amparada por los dispositivos del Estado y religiosos modificando su umbral de violencia, viendo la agresión como un hecho que “simplemente hay que vivirlo”.
Los organismos de apoyo a las víctimas de violencia intrafamiliar se han especializado en otorgar soporte a las mujeres que han sido subyugadas a la violencia ejercida por un hombre y a algunos proyectos piloto dirigidos a hombres agresores. (ahí ya una mala intervención, pues se sigue manteniendo la violencia como una “enfermedad” individual y no social).
Pero existe otro factor que aún no es visibilizado ni problematizado; la presencia de violencia ya no en parejas heterosexuales, sino en parejas donde sus miembros son del mismo sexo, o agudizándose, en pareja donde uno de sus integrantes es transexual. El Estado al no permitir la validación de estas uniones sea cual sea el dispositivo, matrimonio o unión civil, niega esta relación por lo tanto niega la existencia de esta realidad en su interior, haciendo testigos a las organizaciones de la diversidad sexual del mal trato en todas sus esferas, el abandono económico y el abuso sexual que vivencia día a día. Los datos demuestran que en Chile sobre el 60% de las mujeres sufre violencia, pero no se habla de la orientación sexual de esas mujeres, y tampoco se reconocen en esas encuestas a las mujeres transexuales.
La violencia es un problema social, mientras no lo entendamos así, cualquier dispositivo que se genere no tendrá resultados adecuados; ya hemos sido testigos de dos instrumentos que han fracasado, la ley 20.066 y la ley antidiscriminación, la primera no ha bajado la tasa de mujeres víctima de sus agresores y la segunda no ha detenido la violencia a la población LGTBI. Lo que afecta directamente a las relaciones de pareja de la diversidad sexual.
En base a lo anterior, se cree que el maltrato físico es el maltrato más evidente debido a que sus consecuencias quedan expuestas, por esto la mayoría del tiempo se le da más importancia, tanto en el ámbito personal como social.
Finalmente, debido al daño y el impacto emocional que produce la violencia en las personas víctimas de esta, se instala el miedo y la vergüenza de manifestar la situación, dificultando su reconocimiento y sanción, en gran medida ocultado por la orientación sexual de la víctima y su agresor o agresora y los prejuicios de la sociedad, imposibilitando así la denuncia debido a la falta de herramientas legales, falta de profesionales con experiencia en el ámbito y peor aún, por el Estado a través de la negativa del derecho y reconocimiento de las parejas LGTBI.
Foto: chilefotojp / Licencia CC
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