La controversia en torno a la licitación del litio, que se ha tomado la agenda en días recientes, se presta para múltiples análisis. Uno de los más evidentes se refiere a la posibilidad de que el país haga un uso diferente de este recurso, por ejemplo buscando un proceso de industrialización o de adición de valor mediante la elaboración de productos con mayores niveles de sofisticación. Esto nos devuelve a un problema que aqueja a nuestro país desde hace décadas: nuestro entrampamiento en un modelo de desarrollo que muestra escasa dependencia (o necesidad) de la investigación científica y la innovación.
En el caso del derecho a la ciencia, por ejemplo, no se trata un derecho solo de acceso a los beneficios del conocimiento; más bien, lo que se busca es asegurar que un país participe del progreso científico
En este contexto cobra relevancia la actual discusión constituyente. Cabe recordar que la Constitución vigente incluye una mención más bien vaga para la investigación, en la que el Estado se limita solo a “estimular”. En consecuencia, el Estado históricamente ha jugado un papel más bien pasivo, en donde provee escasos aportes basados en un modelo hipercompetitivo, y siendo incapaz de estimular al sector privado para realizar un aporte propio que sea significativo. Se podrá argumentar que el Estado ya tiene un papel mayor en el gasto en I+D en el país y que además ha hecho lo posible por incentivar al sector privado en este ámbito; sin embargo, cabe recordar que solo en años recientes se ha creado una institucionalidad pública de alto rango para este fin, y que recién contamos con una política nacional en esta materia, lo que comprueba el papel más bien pasivo que el Estado históricamente ha mantenido en lo referente a la investigación científica. En definitiva, una mención genérica sobre “estimular” en la Constitución y la eventual interpretación de pactos y tratados internacionales no son suficientes para garantizar el pleno desarrollo de la ciencia.
Nuestra mención constitucional referente a un “estímulo” no va acompañada de definiciones más sustantivas. Por ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales, y Culturales reconoce un derecho a la ciencia que implica, como mínimo, tres dimensiones: 1) el derecho a participar del progreso científico; 2) la libertad de investigación; y 3) el derecho a acceder a los beneficios del conocimiento científico. De estas dimensiones, la más controversial parece ser la del derecho a la ciencia. Una reciente “Observación General” del Consejo Económico y Social de la Organización de Naciones Unidas ha buscado reducir el espacio para las interpretaciones en este ámbito, y ha definido con mayor precisión el contenido de estas dimensiones. En el caso del derecho a la ciencia, por ejemplo, no se trata un derecho solo de acceso a los beneficios del conocimiento; más bien, lo que se busca es asegurar que un país participe del progreso científico. Finalmente, cabe agregar que algunas constituciones consagran además un objetivo “macro” para sus políticas científicas, como por ejemplo la de promover el bien común o el interés general (en semanas recientes, una reforma constitucional incluyó un inciso similar en el caso de nuestra Constitución).
La pregunta que surge entonces es la siguiente: ¿es necesario asignar explícitamente al Estado un rol en materia de fomento científico en una nueva Constitución? Para responder esta pregunta, debemos regresar a las discusiones sobre políticas científicas que se han dado en años recientes no solo en Chile, sino que también a nivel global. Si bien es cierto que en muchos países el sector privado juega un papel preponderante en materia de gasto en I+D, esto no implica que las garantías antes señaladas (derecho a la ciencia; libertad de investigación; acceso a los beneficios del conocimiento y protección ante su uso indebido) puedan ser satisfechas por este sector. En primer lugar, el sector privado no necesariamente financiará investigación en los niveles necesarios, y en ningún caso en todas las áreas del saber, afectando la “libertad de investigación”. Segundo, el sector privado puede realizar investigación solo para los fines que estime conveniente, por lo cual tampoco se asegura que se cumpla el “derecho a participar del progreso científico”. Finalmente, incluso ante un sector privado que actúe con prudencia, necesitamos una institucionalidad pública que cautele el uso adecuado del conocimiento, el acceso a este, y proteja a la ciudadanía ante sus usos indebidos.
En consecuencia, necesitamos un piso mínimo para la ciencia en la nueva Constitución, que cumpla varios propósitos. Más que posibilitar que Chile se industrialice en torno a los recursos naturales o que supere el modelo extractivista (estas son definiciones políticas, legítimas por supuesto, pero que bien podrían cambiar en el futuro), la nueva Constitución debería garantizar este piso mínimo compuesto por la tríada “derecho a la ciencia/libertad de investigación/usos del conocimientos”. Ahora bien, estas tres dimensiones se entrelazan e invitan a discusiones más profundas. Por ejemplo, el derecho a la ciencia y la libertad de investigación son relevantes por varias razones. En primer lugar, reconocen que la investigación científica tiene un valor en sí misma, como expresión cultural de las naciones (este concepto ha sido extendido por Collins y Evans en su libro “Por qué las democracias necesitan la ciencia”). En otras palabras, el valor de la investigación no se limita en ningún caso a su aporte en la dimensión productiva. La libertad de investigación, a su vez, se ha asociado a la “freedom of inquiry” (traducida a menudo como “libertad de indagación” o de “investigación”), relacionada en la literatura con la libertad de expresión. Pero además la libertad de investigación protege a la ciencia de interferencias políticas indebidas, como podría serlo la negativa de un gobierno determinado a financiar la investigación medioambiental. En este sentido, la libertad de investigación también se relaciona con el uso apropiado de los conocimientos, sobre todo en cuanto al empleo del conocimiento en la elaboración de políticas públicas, un tema de enorme trascendencia en los tiempos actuales en que el negacionismo científico ha permeado en tantos movimientos políticos a nivel mundial.
La Comisión de Sistemas de Conocimientos, Culturas, Ciencia, Tecnología, Artes y Patrimonios presentó hace algunas semanas una iniciativa de norma de gran valor por su amplitud y por extender estos conceptos más allá de la ciencia misma, una decisión que se agradece pues reconoce e incorpora otros sistemas de conocimientos. Sin embargo, es necesario discutir cómo asignar al Estado una responsabilidad explícita, para evitar reiterar el error de una Constitución en la que el Estado solo “estimule”. Las menciones constitucionales de España y Grecia (que cito en un libro que trata sobre la ciencia y la Constitución), entregan una buena guía para el camino que quizás debiese seguir nuestra futura carta fundamental.
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