El próximo año será, sin duda, el comienzo de una abrumadora vorágine de transformaciones (entiéndase en el lenguaje de los 60). Parisi quiere jugar al gerente, cuando una mayoría estruendosa quiere jugar a ser fundador. ¿Qué le puede esperar si llegase a La Moneda? Probablemente, lo mismo que a Piñera ahora: la total incertidumbre.
Debo hacer una confesión previa: el gobierno de Piñera me ha parecido bastante mejor de lo que se grita en las calles. Su gestión se puede regocijar con importantes logros: éxitos indiscutibles en materia económica, con un nivel de desempleo histórico, nos muestran un país pujante y efervescente, sumado a una sociedad potencialmente instruida y llena de expectativas comerciales y laborales. En fin, un feliz corolario para un gobierno de derecha, que como tal, prometió eso: números.
Sin embargo, la calle y todo lo que de ella nace, nos han advertido con agudeza la paradoja que encierra esta complaciente ecuación. Nos han mostrado un país oscuro, desigual, atrapado en una inmensa camisa de fuerza que le impide ver, sentir, y resolver lo que tanto le atormenta. Un diagnóstico tan variado como discutible. Algo confuso, pero fríamente real. ¿Cómo ocurre esto? Volvamos atrás.
Piñera es un hombre probadamente exitoso. No hay duda. Fue siempre el mejor en todo lo que hizo y se propuso. Luego de doctorarse, comenzó una loca carrera de emprendimientos y acumulación de riqueza. Tuvo epifanías, cercanas a la genialidad, en los negocios. Buenos amigos, mejores sueldos. Entró un poco tarde a la política, cuando ya los grandes del NO habían arriesgado sus carreras (y sus vidas) por la causa. Luego, extrañamente se unió a la derecha cuando la DC no le aguantó su soberbia y egolatría. ¡Todo un personaje!
El año 2009 era su momento. Él era el hombre, todos lo sabíamos. La Concertación despilfarró cómodamente su última candidatura, conscientes de que el país buscaba el cambio. Con una épica iluminadora, Piñera le mostró al país el desgaste y la ineficiencia de lo que alguna vez fueron grandes gobiernos. La solución era obvia y simple: hacer las cosas bien y dejar de hacerlas mal. Alejarse de lo político, de lo tradicional, volver a las leyes de la matemática, a las leyes de la robótica gestión de empresas. Y funcionó: se transformó en el primer candidato de derecha en ganar la presidencial en 50 años.
Lo que vino después es conocido. La Moneda se llenó de tecnócratas de la más variada gama de especialidades. Ministros totalmente desconocidos para la gente, del mundo empresarial en su mayoría, daban cuenta de una nueva forma de gobernar. Los 21 de mayo se llenaron de gráficos y balances, la retórica del Presidente, siempre optimista y segura, se encargaba de enrostrar los logros, que se sumaban cada nuevo mes. Números y más números. Lo que venía era francamente imprevisible. Había un malestar, es cierto, algo que no sonaba bien, pero nunca algo tan poderoso como lo que comenzó y ocurre hoy.
Esto fue así: bien entrado el gobierno, como una chispa que produce una reacción en cadena, revivió con una fuerza inusitada el movimiento estudiantil. Miles y miles de manos salieron a las calles a reclamarle al sistema (a la sociedad) un nuevo trato, una nueva forma de entender las cosas. Lo que empezó tímidamente con la educación, pasó rápidamente a ser un diagnóstico global de la sociedad. Ya era el momento para repensarlo absolutamente todo (y por todos).
Rápidamente, el Presidente pasó a ser un total extraño, un elemento tediosamente indeseado, contrario a todo, la antítesis de la vociferante voluntad de las masas. Lo que alguna vez fue un proyecto que representaba las aspiraciones de un nuevo país, degeneró en uno totalmente anacrónico. Los tiempos habían cambiado para no volver atrás, y el Presidente no estaba invitado a esta revolución (sí, a estas alturas qué duda cabe que lo es). El gobierno entró, y está, en una profunda crisis de representatividad. Poca gente lo quiere, muchos menos lo buscan. Su ideario-proyecto político está acabado, superado abruptamente en la praxis, por una contundente mayoría política y electoral que se vino de golpe, sin avisar, como de las peores sorpresas de fin de año. Esto, jamás alguien lo habría pensado en 2010.
Aquí entra Parisi. Él es, como Piñera, un hombre probadamente exitoso: me imagino debe tener empapelada su oficina de grados y distinciones académicas, y algunas elocuentes cartas de recomendación. Todo lo que querría un accionista de Blanco y Negro. En fin, Parisi, aunque sin el extenso prontuario político de Piñera, llega como él en 2009 proponiendo hacer política desde fuera de ella (y de la buena, como diría él). Su motivo es quitarles la política y el poder a los viejos animales del parlamento, todos enclaustrados en sus asientos de cuero y desprovistos de la más pura decencia que él tanto se autoproclama. La cosa es bien simple. Abrir los libros empastados, mantener la cabeza fría, y hacer caso a lo más obvio de las obviedades: hacer las cosas bien, y no hacerlas mal (de nuevo). Y esto le está funcionando: sube aparatosamente en las encuestas, y se perfila como el principal contendor de las candidatas del “duopolio”.
Pero los tiempos para Parisi ya no son los que fueron propicios para Piñera y su revolucionaria administración tecnocrática. La política pura y dura, ideológica, se tomó las calles, las universidades, los libros, y se apoderó total y excluyentemente de la discusión social. Ya no valen, como antes, los gráficos infalibles ni las minutas académicas exponiendo rendimientos innovadores. Ahora, está en juego la sociedad y sus más elementales valores: la democracia está en un momento único (histórico, me atrevería a decir). El próximo año será, sin duda, el comienzo de una abrumadora vorágine de transformaciones (entiéndase en el lenguaje de los 60). Parisi quiere jugar al gerente, cuando una mayoría estruendosa quiere jugar a ser fundador. ¿Qué le puede esperar si llegase a La Moneda? Probablemente, lo mismo que a Piñera ahora: la total incertidumbre. Porque este movimiento social y político tiene ideas, anhelos, tan radicales como variados, pero sobre todo, una magnitud y profundidad incierta.
Pero hay una diferencia determinante entre Piñera y Parisi. El Presidente ha logrado tortuosamente sostener durante su mandato el proyecto político que encabeza, debido al respaldo (unos más, otros menos) de una inmensa estructura institucional y electoral como son la UDI y RN. Sin ellos, todo se habría decantado por la desesperación. Parisi, en cambio, no tiene una maquinaria política detrás, de hecho, su principal orgullo es ostentar la independencia absoluta del poder político tradicional. Claramente eso lo tiene donde está, aunque el seguir especulando burdamente con la inteligencia política de esa manera, no puede sino darme total incertidumbre sobre el destino de un eventual gobierno suyo.
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