El gran aprendizaje que podemos tomar del sistema noruego no es tanto el monto de los impuestos, sino la calidad de los servicios que el Estado provee. Para cambiar el sistema de impuestos en Chile, no somos los liberales los que debemos cambiar, sino los mismos defensores del Estado y de altos impuestos. Son ellos quienes deben comprender que la legitimidad última de los impuestos radica en la satisfacción que los ciudadanos muestran con el uso que el Estado hace de tales recursos.
En un artículo de Inc.com, Max Chafkin entrevistó varios emprendedores noruegos, algunos de los cuales ya cruzaron el umbral de la riqueza razonable, y fueron consultados por la (¡irrisoria!) conformidad con el sistema impositivo nórdico, que en algunos casos, puede llegar a gravar casi la mitad de los ingresos personales cuando son altos.
Sin duda el sueño revolucionario de más de algún chileno. Sin más, no pocas voces señalan, de cuando en cuando, las bondades del modelo escandinavo, generoso en beneficios estatales y en impuestos personales.
En defensa de la libertad personal y, por qué no decirlo, también del bolsillo, variados economistas chilenos defienden un modelo de impuestos bajos, que, según muchos, estimularía el emprendimiento personal y la actividad económica, y con ello, continúan, la prosperidad colectiva. Para ellos, impuestos son sinónimo de un sistema casi tan arcaico como la rueda de piedra.
Resulta, por lo mismo, esclarecedor, aunque no realmente convincente, el artículo de Chafkin. Es que cualquier persona en su sano juicio se preguntará qué tiene en su cabeza alguien que dedica la mitad de su tiempo a trabajar al Estado, y además de eso, firma el cheque con una sonrisa de oreja a oreja (si tal entusiasmo puede adjudicarse a los noruegos, claro está). Es una pregunta que me ha atormentado, debo confesarlo, desde el año y medio que llevo viviendo en el desolado país del norte. La convicción y apoyo al sistema estatal, que grava los ingresos de forma brutal, parecen irracionales.
Mi punto al respecto es, quiero creer, menos dogmático y más pragmático. Como ciudadano chileno creo en la libertad personal como un bien en sí mismo, y defiendo que el Estado se mantenga fuera de la esfera de las decisiones personales tanto como sea posible, lo reconozco. Igualmente, creo que la sociedad, cual ente colectivo, no puede desconocer el hecho de que, para vivir prósperos y en paz, necesitamos colaborar y contribuir unos con otro. La frontera entre ambos requerimientos es, como diría Terrence Malick, una delgada línea roja.
A mi juicio, la gracia del modelo noruego radica en un punto diferente: los noruegos, sienten ellos, pagan altos impuestos a cambio de recibir, vuelven a señalar ellos mismos, un excelente nivel de servicios. Eso es más bien así: el sistema educativo estatal, casi en virtud de monopolio, provee con calidad de estándar internacional una educación primaria y secundaria, y un sistema universitario, si bien por debajo de sus vecinos, aun así competitivo internacionalmente. El sistema de pensiones funciona, aunque sea a costa de altísimos impuestos a los jóvenes (cada vez más escasos en Europa) y un fondo del petróleo más que abundante.
Sin embargo, para Chile, el punto es esclarecedor porque el gran aprendizaje que podemos tomar del sistema noruego no es tanto el monto de los impuestos, sino la calidad de los servicios que el Estado provee. Para cambiar el sistema de impuestos en Chile, no somos los liberales los que debemos cambiar, sino los mismos defensores del Estado y de altos impuestos. Son ellos quienes deben comprender que la legitimidad última de los impuestos radica en la satisfacción que los ciudadanos muestran con el uso que el Estado hace de tales recursos.
Al final del día, por ejemplo, los chilenos se mueven en masa al sistema educacional privado, no por una motivación ideológica, como a muchos fanáticos les gustaría creer, sino por pura racionalidad: el privado, incluso cuando increíblemente caro, ofrece un servicio, comparativamente, mejor. Igualmente, el conformismo noruego con su sistema público no es tanto un tema ideológico como pura racionalidad: tienen pruebas concretas de que el Estado, gigante y musculoso, por el cual trabajan casi la mitad de la semana, les garantiza, finalmente, salud, educación y pensiones satisfactorias.
En definitiva, el Estado noruego, cuan Coca-Cola, Pepsi o McDonald’s, ha fidelizado a sus contribuyentes a grado sumo cual consumidores. Después de todo, cuando se trata de entender y respetar al pueblo, ni políticos, ni curas, ni intelectuales van a la cabeza, sino los denostados marketeros que trabajan en algún cubículo anónimo del sistema.
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