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La «gobernabilidad» de las élites

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La gobernabilidad a la chilena se materializó en la conocida frase “democracia de los consensos”, que consistía básicamente en contar con la simpatía de una derecha sobrerepresentada y con poder de veto. Su inauguración como tipo ideal de gobernabilidad tuvo lugar en la negociación para la reforma tributaria en el gobierno de Patricio Aylwin, mostrando los límites que tendría el camino a la democratización.

Razonablemente, la gobernabilidad suele ser objeto de preocupación entre los ciudadanos. Así lo hacen saber con cierta insistencia las élites políticas y económicas chilenas. En nuestro país, sin embargo, las palabras han de ser examinadas siempre en su sentido eufemístico antes que en su expresión literal.

Aunque hoy es distinto, durante décadas primó en la región una concepción conservadora de tal concepto. “Gobernabilidad” era sinónimo de despolitizar al máximo la sociedad y subordinar sus relaciones a las leyes del mercado. Quienes persiguieron ese objetivo buscaron autonomizar la economía del ámbito de la deliberación colectiva de modo tal que, independiente de quien gobernase, la distribución de los recursos se mantendría inalterable y regida por los designios del gran capital. En otras palabras, la agenda de la gobernabilidad conservadora estuvo estrechamente ligada al pensamiento neoliberal. Bajo estos preceptos se autonomizaron los bancos centrales, se subordinaron los derechos sociales a la libre empresa, se impulsó la flexibilización del empleo, entre otras medidas.

En Chile, si bien las medidas del neoliberalismo fueron implementadas en plena dictadura, la transición a la democracia las profundizó aplicando esa particular concepción de la gobernabilidad como un imperativo. Desde su punto de vista, asegurar la gobernabilidad futura requería asegurar la mantención de “la obra” de la dictadura y monopolizar el ejercicio de la política. Para ello convenía destruir la organización social que había constituido la resistencia a la dictadura y mantener incólume la institucionalidad autoritaria. En parte, ello se explica porque las elites de la transición interpretaron el golpe militar ya no como producto de la reacción o la felonía sino como efecto de una excesiva politización que convenía erradicar de la sociedad.

Uno de los artífices de la transición, Edgardo Boeninger, aseguraba que entre las condiciones para la entrega del poder se encontraba la aceptación de hecho de la Constitución de 1980 y el aislamiento político no formal de la izquierda más crítica. Asimismo, una vez finalizada la dictadura, Boeninger afirmaba que resultaba necesario crear una percepción o seguridad de que al régimen militar le sucedería una democracia estable y ordenada que no reproduzca la polarización de periodos anteriores.

La transición consolidó una visión de la gobernabilidad que implicaba contar ante todo con el aval de la propia derecha. El marco institucional obligaba a aquello, pero la voluntad política de la elite transicional lo consolidó como práctica deseable. Tanto así que, según el sociólogo Felipe Portales, la Concertación regaló su mayoría parlamentaria futura en el marco de una negociación entreguista con la dictaduraSegún el autor, la insólita situación se explica porque la elite de la transición formaba parte ya de un consenso económico neoliberal cuyos esfuerzos se encaminaban a tener una excusa razonable con la cual evadir su responsabilidad en la mantención de las condiciones estructurales diseñadas por la dictadura.

La gobernabilidad a la chilena se materializó en la conocida frase “democracia de los consensos”, que consistía básicamente en contar con la simpatía de una derecha sobrerepresentada y con poder de veto. Su inauguración como tipo ideal de gobernabilidad tuvo lugar en la negociación para la reforma tributaria en el gobierno de Patricio Aylwin, mostrando los límites que tendría el camino a la democratización. En el marco de una institucionalidad hecha para garantizar el statu quo, con un sector reaccionario sobrerepresentado y con una oposición cuya formación económica tenía domicilio compartido con la derecha neoliberal, ese modelo de gobernabilidad resultó tremendamente funcional al neoliberalismo y la destrucción de la democracia. Nótese que “la gobernabilidad democrática” ha perdido progresivamente el apellido hasta que nuestros líderes terminan expresando simplemente su preferencia por la “gobernabilidad” a secas (ello revela dónde estaba realmente el énfasis).

Casi veintitrés años después, quienes reproducen estas disposiciones políticas son ensalzados por las elites y aplaudidos en Casa Piedra o ENADE. Quien flexibiliza el empleo y resta poder a los sindicatos recibe el título de estadista; quien privatiza los servicios públicos, reduce el Estado o aplica políticas fiscales restrictivas actúa con “responsabilidad fiscal”; aquel que defiende las instituciones de Pinochet es ungido como “republicano”. En el lenguaje de los intereses corporativos, quien así procede es un hombre o mujer “de Estado” capaz de “asegurar la gobernabilidad”.

Pero aparte de ganarse semejantes galardones, quien así gobierna se transforma en objeto de deseo. Tanto así que en 2005 Hernán Somerville aseguraba que sus empresarios amaban a Lagos. Del mismo modo, Camilo Escalona (el nuevo estadista del establishment) aseguró recientemente que “un sector significativo de los empresarios piensa que la alternativa de recuperación del sistema político está en Bachelet”.

Algo anda mal cuando las calificaciones respecto del sistema político las otorga un puñado de familias que han convertido a Chile en su club privado. No huele bien cuando los políticos empiezan a actuar siguiendo estímulos o refuerzos emocionales de parte de los intereses corporativos. Cuando son estos últimos los que deciden que tan gobernable es un país o cuan aptos son los políticos para ejercer el gobierno, ya sabemos lo que ocurre.

No cabe duda que la mantención de la institucionalidad y el sistema económico pasan hoy por el acuerdo tácito de un duopolio político que comparte ideología e intereses (entre ellos y con los sectores empresariales).

Cuando el 99% de los chilenos que han pagado las consecuencias comienzan a cabrearse, la preocupación por la gobernabilidad se acrecienta entre las élites. Los ciudadanos, en cambio, saben de ingobernabilidad e inseguridad porque la han vivido estando a merced de la voracidad del mercado. La ingobernabilidad que nos preocupa a la gran mayoría de los chilenos es aquella que desde hace 40 años nos ha impedido ser dueños de nuestras propias vidas y ejercer nuestro derecho al autogobierno. La gobernabilidad de las elites es justamente la contraria, aquella que garantiza la estabilidad de sus propios privilegios en base a la explotación de todos los demás.

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