Finalmente se llevó a cabo el polémico “Homenaje a Pinochet” en el teatro Caupolicán. Las amenazas de “funa” se hicieron realidad y la violencia se apoderó de la calle San Diego durante varias horas, recordándonos la polarización ideológica que reinaba en Chile hace ya casi 40 años atrás y comprobando, una vez más, que el tiempo aún no sana las heridas que dejó la dictadura.
El concepto más manoseado durante la previa al funesto evento fue el de “Libertad de expresión”, utilizado patéticamente por los adherentes para avalar la reunión. “¡Estamos en Democracia!” vociferaban, olvidando, tal vez, que la persona a la que ensalzaban ese día, violó el Estado de derecho y lo devolvió, a regañadientes, 17 años más tarde. Moralmente inaceptable es apoyarse en la libertad de expresión para justificar un homenaje a una persona que durante 17 años violó ese derecho. Lo del día domingo fue una burla, una risotada en la cara de las víctimas de aquel periodo, una reapertura gratuita de heridas aún sangrantes, una alabanza al terrorismo de Estado.
Pero, ¿Hizo bien el Gobierno al no intervenir o se justificaba algún tipo de censura estatal? Esta pregunta nos obliga a reflexionar acerca de los límites de la libertad de expresión en un Estado de derecho y a la relación entre lo legal y lo moral. El homenaje – disfrazado de evento cultural – fue una reunión de particulares en un recinto privado, por lo que, desde el punto de vista legal, es inatacable. Pero desde el punto de vista moral, es, a todas luces, un duro golpe a cientos de compatriotas víctimas, o cuyos familiares lo fueron, de un régimen opresor. ¿Podemos, en este caso particular, hacer la separación entre legalidad y moralidad, para avalar el homenaje?
Entendiendo que las violaciones a los Derechos Humanos son unánimemente rechazadas por la sociedad, es decir, no existe doble interpretación acerca de aquello, creo que ambos conceptos son inseparables y, en ese sentido, la ley debe aplicarse en concordancia con la carga moral que implica la determinación de permitir el evento. En otras palabras, el Gobierno debió hacerse cargo del daño moral que provocó en una gran mayoría – en esta mayoría se incluyen las víctimas directas del régimen y aquellos que rechazan un evento que incita al odio, la división y a la polarización del país – la manifestación pública (aunque realizada en un recinto privado) de un puñado de personas. La censura del acto era, entonces, razonable y de sentido común.
Algunos plantean que a partir de una censura de este tipo, las atribuciones del Estado para decidir qué podemos, o no, expresar, podrían crecer de manera desproporcionada. Algo así como un efecto dominó de la censura estatal. También podría argumentarse que los límites de la sensibilidad humana son infinitos, por lo que cualquier tipo de manifestación tendría detractores que se sentirían menoscabados y, por tanto, debieran censurarse tantas expresiones como sensibilidades afectadas existiesen. Pero cuando estamos en presencia de una dictadura implacable de 17 años, con personas desaparecidas y torturadas, el razonamiento más primitivo nos hará entender que debe evitarse revivir el sufrimiento de las víctimas. El sentido común aquí debiera pesar más que cualquier argumentación político-filosófica acerca de las atribuciones estatales y la libertad de expresión porque lo que está en juego es el dolor de miles de compatriotas. No se requiere un Estado censurador, sino que simplemente consciente y criterioso respecto de nuestra historia reciente.
Finalmente, creo que el concepto de “libertad de expresión” se ha instrumentalizado grotescamente para justificar la realización de un evento que tenía por objetivo la reivindicación del terrorismo de Estado en Chile y eso es una derrota para el mundo liberal. El bienestar de la sociedad está por sobre las libertades individuales y ese tan básico principio de convivencia se violó con un millar de personas que, enceguecidas por su propia versión de la historia, aullaron felices en el Caupolicán: “El pinochetismo no ha muerto”.
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Foto: Juan Caterpillán
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jorge1812
Estimado, Álvaro, una aclaración ante tu frase “El concepto más manoseado durante la previa al funesto evento fue el de Libertad de expresión, utilizado patéticamente por los adherentes para avalar la reunión”.
En lo personal, no soy adherente de la dictadura militar, ni de Pinochet, ni siquiera del régimen económico porque lo considero mercantilista. Y no obstante, aduje a la libertad de expresión porque considero que cuando está es pasada a llevar –da lo mismo por cual déspota- ya sea por el Estado o por una mayoría, o una minoría poderosa, finalmente toda clase de libertades se colocan en riesgo.
La derrota al mundo liberal y democrático, se demostró el domingo, donde dentro y fuera del teatro, lo que menos se promovió fueron los derechos humanos, el respeto, y la convivencia.
Balmaceda decía que la libertad de hablar, era la fuente de donde brotaban todas las otras libertades. Decía: “la palabra hablada principia en la familia, y crea la necesidad de libertad individual; continúa en varias familias, o en sus relaciones particulares, y crea la necesidad de la libertad civil; y termina en la colectividad de los ciudadanos, creando la necesidad de la libertad política”.
Por otro lado, me parece que la ligazón entre lo legal y lo moral en el asunto, no le corresponde al poder ejecutivo, sino a los tribunales de justicia, al poder Judicial. De lo contrario, le concedemos al poder político, la facultad de determinar qué moral es legal en un momento dado. La censura no era admisible en ese sentido.
Por otro lado, lamentablemente, el sentido común no primo el día domingo, sino la pasión exacerbada al máximo, lo que se tradujo en violencia contra todo lo que se presumiera contrario. El dolor, si bien es importante y tremendamente respetable, no puede imponerse como criterio en cuanto la acción. Cuando se impone el dolor, la escalada de violencia no se detiene.
Viendo las imágenes de la violencia desatada el domingo, no pude dejar de pensar que en Chile, a pesar de la dolorosa experiencia histórica, se ha aprendido poco sobre el problema que implica aceptar la violencia como forma de expresión o como modo de acción político en este caso. Porque la dictadura fue finalmente el fruto lamentable, de años previos de validación de la violencia como forma de plantear el juego político por parte de los diversos actores. Y el domingo, todos hicieron oda a la brutalidad, a destajo, a quien sea.
Saludos y paz
Lucho
a propósito del fallecimiento de Chespirito, un poema de este gran artista:
Monumento a los héroes
El epitafio decía:
“Aquí yace Don Fulano,
Dignísimo ciudadano
De indiscutible valía”
Y la gente lo leía
Sin saber que el expediente
Del mencionado valiente
Con descaro testifica
Que su mérito radica
En haber matado gente.
Pero lo peor del asunto
Es que al llegar al panteón
Califican al matón
Como honorable difunto.
Por tanto, me pregunto:
¿Cómo ha podido la Historia
Decir que merecen gloria
Semejantes esperpentos,
Erigiendo monumentos
A su estúpida memoria?
marceleau
Insisto. Reflexiones como las suyas son un recocido del tristemente célebre artículo 8º de la constitución de la dictadura, solamente que en esta ocasión aplicado en dirección inversa.
¿Tiene la libertad de expresión límites? Por cierto que sí. Muchos países contemplan salvaguardas para quienes valiéndose de ese derecho atenten contra el bien común. En nuestro caso, no tengo presente si algún detractor del acto del domingo interpuso algún recurso judicial para impedir que se realizara en razón de los principios que usted afirma son los límites de la libertad de expresión. Para ello es que hemos construido un conjunto de reglas comunes a todos y que se denomina Estado de derecho.
Para mi mayor preocupación merece la violencia de quienes no son capaces de tolerar la diferencia de opinión y ello vale para lo que estaban dentro y fuera del Caupolican. Más valioso para convivencia me parece condenar esos hechos.
Si el Estado hubiera cedido a la censura hubiera sido un pésimo antecedente para las generaciones futuras y un triunfo para el pensamiento de la dictadura.