Aclaro de entrada. Mi tema no es con el progresismo en sí, sino con la progresía, con esos fundamentalistas de la vía alternativa que uno no sabe, de partida, de dónde diantres son. Porque convengamos en que dentro de esta nueva fuerza moral y evangelizadora ud. encuentra casi lo que se le ocurra: izquierdistas, capitalistas, carreristas, balmacedistas, optimistas, pesimistas, populistas, surrealistas, tarotistas, malabaristas… y mucho, pero mucho artista.
Cierto es que en política siempre son buenos nuevos vientos, pero hay algunos aspectos subyacentes a la cosmovisión progre que me tienen un tanto intranquilo.
La primera es esa manifiesta convicción de que toda su onda alternativa los pone un peldaño más arriba en la evolución. Frente a cualquier tema, la opinión del otro es secundaria; si no está en la onda progre (lo que incluye a todos quienes alguna vez hicieron actividad política antes de que aparecieran ellos), no está a la altura necesaria para siquiera empezar a discutir en serio. Eso ha derivado en (o tal vez es consecuencia de) una cierta sacralización de “esa” política, que ellos entienden como nueva, una construcción bien parecida al concepto de “la palabra”, de un dios verdadero y único, cuyos iracundos hijos parecen lanzados a una moderna guerra santa.
También me inquieta su marcada vocación por las elites. La progresía ha entendido que la historia del auge y caída de las ideologías no es otra que la historia del auge y caída de las elites que las sostienen, pero en la medida que su discurso busca encantar a artistas, intelectuales, jóvenes profesionales y otros sofisticados sectores de nuestra sociedad, se permea irremediablemente de las demandas propias de dichos grupos. Lamentablemente esta visión del progre, por el progre y para el progre ha contribuido a seguir reproduciendo la ley del más fuerte, donde las únicas demandas e intereses ciudadanos que terminan teniendo alguna posibilidad de colarse en la agenda son las de aquellos grupos que tienen los recursos suficientes como para imponerlas y/o sean lo suficientemente onderas como para satisfacer el delicado paladar de la progresía criolla.
Pero lo que tal vez es más relevante para sus aspiraciones políticas es que lo anterior ha implicado seguir dejando de lado precisamente al mundo que declaran olvidado, a las regiones, al ciudadano común, a esa sociedad que no es escuchada. Casi un 20% de la votación del Frente Amplio en las pasadas primarias se concentra en apenas 5 comunas (Santiago, Maipú, Ñuñoa, La Florida y Valparaíso), ninguna popular y 4 de Santiago, lo que puede ser una muestra de que sus apóstoles aún no difunden la palabra mucho más allá del living en que discuten cómodamente hoy. Y uno podría querer pensar que, precisamente por lo anterior, tienen un enorme espacio de crecimiento, dado que hay mucha gente, de muchos lugares, que aún no los conoce, pero la última Adimark le otorga un impresionante 52% de rechazo (y apenas un punto de aprobación sobre ChileVamos) a una coalición que lleva apenas 6 meses en la primera línea y que de acuerdo a la última encuesta CEP cuenta con 3 de los 5 personajes políticos mejor evaluados por la ciudadanía. Es decir, tampoco están encantando a aquellos que están desencantados de la política, tampoco son esas las demandas ni el estilo que reclaman, y esa otra política, la nueva, a la gente parece saberle tan desagradable como aquella de la que la quieren salvar.
Por último, está esa satanización medio majadera de la propia política. Resulta muy triste verificar que uno de los legados más ponzoñosos de la dictadura, el desprecio por la actividad política, encuentra un eco tan sonoro en gente que, paradójicamente, dice estar aquí para renovarla. Porque esto no se trata de un grupo de autoayuda, sino de gente con demandas políticas que buscan legítimamente acceder al poder para satisfacerlas. Pero acceder al poder es casi un pecado capital para cierto sector de la feligresía progre, que parece solazarse en lo que ellos entienden como cierta legitimidad que les da la derrota, el no ser parte del sistema. Ya lo vivió la llamada “bancada estudiantil” en el parlamento, cuyos miembros pronto comenzaron a ser tratados de “vendidos” por los mismos que poco antes marchaban codo a codo junto a ellos.
¿Cuál es el camino? No lo sé, pero en la medida que vayan accediendo a más posiciones de poder y deban agregar un variopinto y no siempre conciliable set de demandas, cuando deban comenzar a negociar con otros actores, con “los impuros”, su discurso político basado en la negación de lo que hoy se hace, cargado de kantianos imperativos categóricos, se les va a volver en contra y va a mermar su base dura, aquella que se siente cómoda en el margen, alegando por tuiter o dando la lata en cuanto asado uno los encuentre, repitiendo una y otra vez la monserga esa del duopolio.
Lo que no pueden hacer es seguir enamorados de sí mismos, porque el ruedo político es incompatible con muchas de las visiones románticas que tienen acerca de lo que hacen, y entre tanto dolor de cabeza y vicisitudes van a terminar de un lado para otro igual que los personajes de la película de Buñuel, sin poder sentarse nunca a disfrutar tranquilos del discreto (hasta el momento, muy literalmente) encanto de ser progres.
Resulta muy triste verificar que uno de los legados más ponzoñosos de la dictadura, el desprecio por la actividad política, encuentra un eco tan sonoro en gente que, paradójicamente, dice estar aquí para renovarla.
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Wolf
Le recomiendo a Milo Yiannopoulos. Saludos