El Derecho que rige a una comunidad no puede ser entendido exclusivamente como un conjunto de leyes que dicta algún Parlamento constituido democráticamente. No es solo una manifestación de voluntad de representantes que desean, de un momento a otro, redactar una norma en un sentido determinado.
El Derecho es, antes que manifestación de voluntad, una creación cultural. Es fruto de saberes y prácticas contingentes, y está asociada a un momento y a una sociedad determinada. Por eso el Derecho cambia. Por eso los pueblos actualizan su ordenamiento conforme a la evolución de sus culturas, y por eso también nuestra legislación es diferente a la que pueda existir en el Medio Oriente o en China. Porque el Derecho es, como se dijo, una obra cultural.
Pero, además, el Derecho es coercible. Esto quiere decir que sus disposiciones pueden ser aplicadas mediante la fuerza socialmente organizada. A diferencia de lo que ocurre con otros universos normativos, como pueden ser la moral, la religión o, simplemente, el trato social, el incumplimiento de una norma jurídica involucra la posibilidad del empleo de la fuerza para procurar su obediencia y, si ello no es posible, eventualmente su sanción.El problema surge, como se advertirá, cuando la sociedad a la cual pretende imponerse un ordenamiento es de naturaleza multicultural y no todas las culturas han participado en la creación de las normas.
Estas dos características: el Derecho como obra cultural y como ordenamiento normativo coercible, no serían problema si quienes le dan un contenido son los mismos que están obligados a obedecerlo. En otras palabras, cuando un pueblo contribuye a generar, culturalmente, su propia voluntad general –en términos rousseaunianos– es del todo atendible que se diseñen dispositivos coercitivos que demanden el cumplimiento forzado de las leyes.
El problema surge, como se advertirá, cuando la sociedad a la cual pretende imponerse un ordenamiento es de naturaleza multicultural y no todas las culturas han participado en la creación de las normas.
Es aquí donde opera la trampa del Estado de Derecho, un concepto que goza de solemnidad y fuerza dramáticamente simbólica, pero que suele encerrar la imposición coercitiva, a través del Derecho, de una cultura hegemónica respecto de las demás que conviven dentro de un territorio. Esta situación es particularmente compleja cuando la visión cultural que se impone ocupa tierras que antes eran habitadas por otros pueblos, por otras culturas.
Cuando esto último ocurre, el Estado de Derecho termina siendo una herramienta de dominación cultural, vale decir, un instrumento de colonización.
Es por eso que las demandas de los pueblos originarios referidas al reconocimiento de sus derechos, de sus símbolos, de su lengua, de sus tierras y de sus culturas, no pueden ser abordadas exclusivamente a partir de la lógica del Estado de Derecho. Pretender hacerlo es perpetuar el modelo colonial iniciado hace quinientos años. Y hacerlo mediante el uso de la fuerza termina siendo la imposición violenta de una cultura hegemónica, lo cual, por cierto, agrava el panorama.
En tal sentido, cuando los pueblos sufren opresión y afectación de sus derechos colectivos (garantizados por instrumentos internacionales tales como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, el Convenio 169 de la OIT y la Declaración de las Naciones Unidas sobre derechos de los Pueblos Indígenas), cuando se les cierra posibilidades de negociación porque se les desconoce como sujeto político válido, y cuando se reiteran una y otra vez las prácticas coloniales que no vemos porque, simplemente, estamos acostumbrados a ellas, es entendible su frustración, la cual vuelcan a través de la protesta como única vía de visibilización.
Ni la militarización ni la criminalización enfrentan el problema de raíz. Por el contrario, el Estado de Chile debe avanzar hacia nuevas formas de relacionamiento con los pueblos originarios que habitan el territorio, con un lenguaje y prácticas diferentes de las usadas hasta ahora. Es primordial en estos momentos tan apremiantes que nuestras autoridades abandonen, de una vez, todo tipo de estrategia colonial y se abran al diálogo y a la consulta, de buena fe y con apego estricto a los estándares internacionales.
Solo así podremos acercarnos a una verdadera “Paz en la Araucanía” y, lo que es más importante, a un pacto de convivencia justa y duradera con nuestros Pueblos Originarios.
Comentarios
09 de agosto
Gracias profesor, por sus líneas sobre la Araucanía, esperemos lleguen pronto a un diálogo para que se pueda alcanzar un pacto de paz duradero en el tiempo.
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