No podemos saber a ciencia cierta qué es lo que surgirá de las movilizaciones en Egipto. Más allá de la simpatía e identificación que genera toda revuelta que pide más democracia y libertad, el proyecto que lleva inscrito es esencialmente un enigma. Pero lo que si podemos hacer es tratar de hacer un poco de luz aprovechando de mirar hacia atrás, hacia el origen del modelo de desarrollo que hoy termina de morir.
Tras la Segunda Guerra Mundial, aprovechando la debilidad manifiesta de las exhaustas potencias centrales y atizados por un conjunto de políticos y militares jóvenes formados en occidente, vio la luz un conjunto de movimientos de descolonización que pulverizaron el orden colonial remanente y generaron nuevas estructuras nacionales en África y Asia, más de cien años después de que tuviese lugar la descolonización americana. En el mundo árabe, ese proceso tuvo un componente especial, y es que a la lucha por la descolonización se añadieron dos tópicos adicionales: la convicción de los nuevos gobernantes de que la industrialización y el desarrollo económico, la urbanización y la conformación de clases medias era central en la construcción de las nuevas naciones y, por otro lado, la generación de una identidad nacional mixta que combinase el sentir de cada suelo con una pertenencia mayor, la del mundo árabe.
En ese contexto, el liderazgo de Gamal Abdel Nasser y de la revolución de los denominados Oficiales Libres egipcios es fundamental como pivote entre los movimientos del mundo árabe africano y el de Medio Oriente.
En un país gobernado por una clase oligárquica feudal digitada por el Reino Unido, los militares nasseristas generaron un movimiento político social que provocó un nuevo estado de cosas. Tras asumir el poder, derrocando a la monarquía en 1952, desataron un proceso de cambios, asentado en tres grandes ejes.
El primero es del desarrollismo, entendido como un nacionalismo con un fuerte componente económico industrial y que apostaba a la autonomía nacional y al desarrollo de las clases medias. Esto, paralelo a las apuestas que en la misma época se generaban en toda América Latina de los grandes líderes populistas, la India de Nehru o la Turquía moderna. Se desarrollan así la reforma agraria, la nacionalización del Canal de Suez, la expulsión definitiva de los británicos y se concreta el sueño de más de 4.000 años de controlar al Nilo, mediante la construcción de la represa de Assuan, fuente de desarrollo energético y agrícola para el país.
El segundo es el de instalar una lógica de sociabilidad política laica, respetuosa del Islam, pero no religiosa en su proceder público. Los grandes líderes del mundo árabe en ese momento son y serán por décadas, hombres laicos, y mantienen un fuerte recelo, cuando no combaten directamente al integrismo islámico que el caso de Egipto fue desde las primeras décadas del siglo una de las alternativas de recambio a la monarquía. El Egipto moderno mira siempre con el rabillo del ojo a los Hermanos Musulmanes como una amenaza permanente.
El tercer eje es el de la construcción de una identidad que entendía a Egipto en el marco de una comunidad mayor de países árabes, intentando incluso la fusión con Siria y Yemen en la República Árabe Unida, el fallido experimento de 1958 a 1961. Y, al mismo tiempo, insertaba a esta comunidad árabe en un contexto mayor de los llamados No Alineados, junto a los países del África Negra, de Asia y de América Latina. La idea de un Tercer Mundo que lograba cabalgar exitosamente en las tormentosas relaciones del mundo bipolar, en beneficio propio y en igualdad de condiciones con EEUU y la URSS.
Con mayores o menores similitudes, esta es la lógica que imperó en el mundo árabe desde los ’50 hasta bien entrados los ’70. Gobernantes laicos, militares y con un sentido de comunidad nacional extendida cuya principal herramienta de presión era el cartel petrolero de la OPEP. Irak, Siria, Argelia, Túnez. La gran excepción, la inconmovible y feudal Arabia Saudita.
Sin embargo, este modelo desarrollista y reformista, a diferencia de sus pares indio y americanos, nunca asumió el desafío democrático dentro de sus prioridades. Estos regímenes crecieron atenazados por una doble tensión bélica permanente: en lo internacional, la presión de las potencias por los hidrocarburos y el desarrollo en paralelo del Estado de Israel; en lo interno, vinculada a la emergencia permanente de las corrientes integristas, que preconizan el estado islámico y que entienden que la identidad musulmana está por sobre la árabe. Ambas amenazas fueron la barrera, pero muchas más veces la excusa para evitar el desarrollo democrático. La propia India e Israel son las excepciones que demuestran que la tensión bélica y la democracia política eran compatibles.
Es este modelo de país, panarabista, tercermundista y desarrollista el que comienza a esclerotizarse y anquilosarse a contar de los años 70. Evidentemente, con gran responsabilidad de Estados Unidos, siempre ansioso de proteger a Israel y siempre temeroso de que la unidad árabe vuelva a hacer sentir su peso en el precio del Petróleo como en 1973; pero quizás más importante aunque imperceptiblemente por esta falta de democracia interna. La represión como herramienta política supera cada vez más a las políticas sociales y a la inclusión de los menos favorecidos. La eficiencia de la represión, en algún momento comienza a hacer menos necesarias dichas políticas.
Las personas que se manifiestan hoy en el Cairo piden libertad, democracia y, como en algunas entrevistas muy interesantes que aparecen en la prensa internacional, manifiestan la idea de que son herederos de una clase media que se desmoronó, que se proletarizó y se empobreció en los últimos años. Como en Chile en la década de los ’80, la demanda de libertad cobra vida cuando se junta a la carencia económica, a la inseguridad vital, a la desesperanza.
Al igual que la izquierda latinoamericana debió conciliar su práctica reformista con su discurso revolucionario y la adquisición de una conciencia y praxis democrática; la izquierda desarrollista del mundo árabe tuvo el desafío de conciliar modernización y desarrollismo con apertura política y democratización. En países como Egipto, con Nasser y con sus sucesores Sadat y Mubarak, este desafío nunca fue puesto en la agenda. Se renunció a la democracia como proyecto y las dictaduras resultantes terminaron renunciando al desarrollo como objetivo.
Es de esperar que las fuerzas que surjan de la actual convulsión no sean las del retorno oligárquico ni las del clericalismo, que tanto daño hace a los pueblos, sino aquellas que se plantean volver a conciliar la esperanza de desarrollo, libertad e igualdad que alguna vez generó la descolonización.
Comentarios
01 de febrero
El mundo de posibilidades es maravilloso, me recuerda 1990 , lqa caida del muro de berlin y la cortina de hierro, la mayor parte de esos paises son libres…porque tenian tradiciones democraticas antes de ser esclavizados por el comunismo, se vera el grado de madurez civica de cada pueblo Tunez , Jordania ahora Egipto, como toda crisis es una oportunidad y un riesgo , el riesgo aqui es que sean las minorias antioccidentales quienes se apoderen del poder, eso si seria problematico.
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