La declaración de admisibilidad de la solicitud de impeachment realizada por el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, pone definitivamente a Brasil en una hoja de ruta que se venía perfilando en los últimos meses, prácticamente desde que la mandataria asumió su segundo período en enero del presente año. Sin embargo, estudios de opinión entre los congresistas realizados en estos días revelan que si la votación sobre el impedimento en el plenario de la Cámara de Diputados fuese en este exacto momento, la presidenta Dilma Rousseff conservaría su mandato, pues la mayoría de ellos se mostró contrario a la instalación de un proceso de veto de la jefa de gobierno.
De acuerdo con ese levantamiento, Dilma tendría actualmente el respaldo de por lo menos 258 de los 513 diputados, 87 votos más de los 171 necesarios para mantenerse en el poder. Tal parece que el proceso de casación ya nació moribundo y serán necesarios muchos esfuerzos de la oposición para reanimarlo. Ya se puede presagiar esta derrota en la propia constitución de la Comisión Especial para juzgar el mérito del argumento esgrimido por los juristas, crimen doloso de irresponsabilidad en el ejercicio de funciones por parte de la presidenta.Por lo mismo, la acusación se asemeja más a una estrategia político-partidaria que apela a la Constitución con el propósito de obtener el poder por medio de un expediente legalista cuando este no pudo ser conquistado a través del voto.
Al consentir la apertura de dicho mecanismo, el diputado Cunha no debe sospechar que no solo puso en evidencia su postura vengativa y chantajista con el gobierno y el Partido de los Trabajadores (PT), sino que además está gatillando aún más el clima de confrontación y agresividad que viene experimentando el país en el último período y que se puede agravar en el transcurso de los próximos meses. En primer lugar, Cunha utiliza la carta del impedimento como moneda de cambio para obtener el apoyo de partidos oposicionistas y salvar su mandato de las acusaciones en su contra por corrupción, abuso de cargo, lavado de dinero, evasión fiscal, ocultación de bienes y una lista extensa de crímenes comprobados por diversos órganos contralores del Estado, como la Procuraduría General de la República (PGR), Receita Federal (Impuestos Internos) o el Tribunal de Cuentas de la Unión (TCU).
Una contradicción fragrante de este asunto, es que horas antes de que se estableciera la apertura de la denuncia contra Rousseff, el Congreso había aprobado la nueva propuesta de meta fiscal que consideraba un déficit de 119 billones del presupuesto nacional. Precisamente, la tesis central de la acusación para iniciar un proceso de cesación de funciones se sustenta en la irresponsabilidad del ejecutivo en el ámbito de la contención de recursos públicos y de los mecanismos utilizados para justificar el exceso de gastos que provocaron este déficit presupuestario, a través de un resquicio administrativo sui generis conocido como “pedaladas fiscales”.
De acuerdo a connotados juristas, la utilización de las llamadas pedaladas fiscales no justifica la instauración de un juicio que promueva la suspensión de la mandataria, debido al hecho de que este recurso también había sido utilizado por gobiernos anteriores (Itamar Franco, Fernando Henrique Cardoso y Lula Da Silva) con el propósito de realizar los gastos necesarios para movilizar la máquina del Estado y también para implementar el conjunto de políticas -especialmente las sociales- destinadas a mejorar la vida de la población más vulnerable. Además, los gobiernos estaduales de múltiples partidos del espectro partidario también han utilizado esta práctica con el objetivo de viabilizar sus gastos.
El movimiento por la destitución de la presidenta es formado por sectores de la oposición que no se resignan con la derrota electoral pasada, invocando un argumento pseudo-jurídico para acelerar la substitución del ejecutivo por un gobierno de transición que convoque a nuevas elecciones con la vana esperanza de salir triunfante en la próxima contienda electoral. En definitiva, la denuncia no se encuentra debidamente sustentada en hechos jurídicos y elementos probatorios de que la presidenta haya incurrido en un crimen de responsabilidad y que ese crimen fue cometido dolosamente por la titular del cargo. Por lo mismo, la acusación se asemeja más a una estrategia político-partidaria que apela a la Constitución con el propósito de obtener el poder por medio de un expediente legalista cuando este no pudo ser conquistado a través del voto.
Asimismo, aun admitiendo que el gobierno pueda haber incurrido en una desviación de la cláusula constitucional con relación al capítulo sobre responsabilidad, ello no le resta o substrae la legitimidad obtenida en las urnas en la pasada contienda electoral. El motivo que sostienen ciertos sectores de la oposición es muy débil e irrisorio: Dilma habría perdido su legitimidad ante los ojos de la ciudadanía debido a que las recientes encuestas de opinión demostrarían la acentuada caída en los índices de popularidad de la mandataria.
Es a todas luces absurdo e improcedente intentar destituir a un gobierno por los resultados de las encuestas de apoyo popular a su gestión. Las reglas del juego democrático estipulan claramente que quien pierde una elección tendrá otra chance cuando la ciudadanía sea nuevamente convocada a sufragar y decidir en las urnas. La alternancia del poder es una cláusula democrática férrea y ella debe ser respetada por ganadores y perdedores. Si un gobierno es deficiente o malo, la solicitación del mecanismo de impeachment no es y nunca será el remedio adecuado para resolver este dilema. Si así fuera, la gran mayoría de los gobiernos en el mundo no conseguirían concluir sus respectivos mandatos.
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