Me molesta saber que esto que narro no es nada especial. Que no sorprende y que, mucho peor, no importa. Que le ocurrió a la mujer que ahora lee esta columna cientos de veces. Que le ocurrirá cientos de veces más. Que esa mujer, como todas, se resigna a oír todo esto como si no lo oyera, porque así es la cosa, porque así es ser mujer en este país, porque así es salir a la calle, así es el “reconocimiento” que se hace a la belleza femenina, así se nos trata, estos gestos se puede permitir cualquier hombre frente a cualquier mujer.
Esta es una historia verídica. Y también: esto pasa todos los días. Camino con mi padre, un tipo de 63 años, por Providencia. Vamos al Baco y, en la vereda, antes de entrar, unos 15 tipos se rajan gritándome eso que yo llamo obscenidades y otros llaman “piropos”. De esas cosas del tipo “ojalá fuera un vampiro pa chupármela enterita”. Y otras peores, obviamente. Y sí, podrá parecer gracioso, cuando le toca a otra persona; no lo es tanto cuando lo grita más de una decena de voces.
Me molesta tener el impulso de aclarar aquí que no soy ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni linda ni fea, ni rubia ni morena. Que no llevaba ni mini ni escote. Todo esto es cierto, pero si no lo fuera, daría lo mismo. Si yo fuera alta, flaca, preciosa, si yo usara una minifalda hasta el útero o un escote hasta el ombligo, si yo hubiese ido sola o con diez modelos de revista, el hecho sería el mismo, y la obscenidad, igual de injustificada. Me molesta querer explicar que de ninguna manera “provoqué” la escena, porque no se trata de provocaciones. Me molesta tener hasta tal punto inscrita la idea de que somos las mujeres quienes “causamos” aquella violencia callejera que nada justifica.
Me molesta, porque es por esta concepción de que somos las mujeres las “provocativas” que el acoso callejero sigue quedando impune. Porque pensamientos como este nos llevan a que en algunos países se prohíba la minifalda porque “facilita la violación” o a que un taxista, en Santiago, pueda decir a una chica a la que prácticamente “salvó” de una horda de acosadores, “es que con esa falda, yo también le haría algo”. Me molesta porque es la expresión de lo mal enfocados que estamos. Me molesta que, en esta misma línea, hoy LUN se permita titular con “La mala suerte del hombre que piropeó a la hija de un Carabinero”. Nótese: el tipo no hizo algo inadecuado, violento, grosero. No: tuvo mala suerte. Una historia que, por lo demás, habla del abuso combatido con el otro abuso: el policial.
Me molesta, también, sentir pudor cuando alguien se permite gritarme tales groserías delante de mi padre, como si yo hubiese tenido algo que ver, salvo ser mujer y pasar por esa vereda, con el episodio. Me molesta que él sienta pudor de ser testigo de esto y que sienta, además, la enorme impotencia de no poder responder ante una agresión de este tipo porque son 15 y, como hombre sabio que es, es perfectamente consciente de que eso me expondría aun más.
Me molesta, sobre todo, saber que esto que narro no es nada especial. Que no sorprende y que, mucho peor, no importa. Que le ocurrió a la mujer que ahora lee esta columna cientos de veces. Que le ocurrirá cientos de veces más. Que esa mujer, como todas, se resigna a oír todo esto como si no lo oyera, porque así es la cosa, porque así es ser mujer en este país, porque así es salir a la calle, así es el “reconocimiento” que se hace a la belleza femenina, así se nos trata, estos son los gestos que se puede permitir cualquier hombre frente a cualquier mujer. Porque sí. Porque siempre habrá alguien dispuesto a celebrar “la picardía del chileno”, porque siempre habrá quien diga “alégrate, es porque eres bonita”. Como si la grosería murmurada a la pasada por un mal galán de cuneta fuese un halago, como si ser cosificada fuese un halago y no una deformación.
Hay mujeres que se organizan para tratar de detener este abuso cotidiano, en Chile y en el mundo. Y algo avanzan. Pero no siempre es posible confrontar a los agresores y cuando el Estado y la sociedad se desentienden de estas tareas, el esfuerzo marginal tarda muchísimo en dejar de ser sólo eso. Hay quienes creen que hay que bancárselo. Estamos también quienes creemos que es imprescindible que propiciemos un cambio cultural que debe incluir el fin de la impunidad para quienes se permiten este trato a una mujer en la calle. Lo digo claramente: soy partidaria de la multa para quien ofenda a otra persona de esta manera. Pero, sobre todo, y como creo que no podemos sostener las mejorías en el primitivo y siempre insuficiente método del garrote, soy partidaria de la labor permanente de tomar y generar conciencia del otro. Soy partidaria del respeto y del esfuerzo que como hermanas, hijas, madres, pololas, hermanos, padres, amigos y parejas podemos hacer para que las niñas que serán mujeres mañana tengan el sencillo “privilegio” que no hemos tenido las mujeres hasta hoy: que se nos reconozca el derecho a caminar por nuestras calles en paz.
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