mientras la reforma plantea socializar los costos de la educación superior, sus beneficios seguirán siendo fundamentalmente privados. Por esta razón, parece más justo que el Estado, cumpliendo su deber de garantizar acceso igualitario, otorgue financiamiento efectivo a todo quien así lo solicite, pero que éste sea devuelto, en directa proporción a los beneficios reportados al futuro profesional.
Este año nuestro país debería sufrir dos grandes cambios: La Reforma Tributaria y la Educacional. La política comunicacional del gobierno, para el planteamiento y legitimación de la primera, pasa indeclinablemente por la implementación de la segunda.
Por lo pronto, respecto de esta última, más allá de las consideraciones político ideológicas inherentes al debate, debemos someter la futura Ley a un examen de justicia, particularmente en lo referido a educación superior.
La reforma contempla una inyección US$6.000 millones al sistema, que financiarán íntegramente la totalidad de los aranceles de las universidades acreditadas.
Lo anterior, que es un beneficio social, resulta gravemente injusto.
La intervención del Estado en educación es relativamente nueva, y su fundamento es que ésta es uno de los mecanismos capitalistas más importantes para corregir diferencias sociales y culturales provenientes de la cuna, cumpliendo así con dos grandes objetivos del Estado: asegurar el pleno desarrollo de la personalidad humana, y garantizar la igualdad de oportunidades. De ahí, y no por otra cosa, se deriva que la Educación sea un Derecho.
Este objetivo se encuentra plasmado en nuestra Constitución, que obliga al Estado a crear las condiciones que permitan a las personas su “mayor realización espiritual y material posible”, y vuelve a aparecer -sin mayor diferencia- en la Declaración Universal de Derechos Humanos, precisamente en lo concerniente al Derecho a la Educación.
Los tratados internacionales, unívocamente distinguen entre educación primaria y secundaria por una parte, y la superior, disponiendo que esta última “debe ser accesible para todos, sobre la base de la capacidad de cada uno, por cuantos medios sean apropiados y en particular, por la implantación progresiva de la enseñanza gratuita”.
Así las cosas, sólo existiría una obligación para el Estado de garantizar el acceso -y no la gratuidad- a la Educación Superior, la cual queda planteada como un objetivo deseable, pero sólo una vez cumplida sus obligaciones respecto a educación primaria y secundaria.
Aquí es donde aparece la injusticia de esta reforma.
En primer lugar, se debe entender que la escuela y la universidad son opuestas en función de sus fines. La escuela tiene por objeto formar a un grupo diverso de individuos, para transformarlo no solo en un grupo de ciudadanos talentosos, sino que iguales académicamente. La eliminación de la selección, del copago y del lucro tiene precisamente ese objetivo, garantizar la igualdad de los estudiantes.
La universidad por otro lado, toma a este grupo que debiese ser académicamente homogéneo, y discrimina en función de los más talentosos, con el objetivo de plasmar en ellos conocimientos y habilidades -según su elección- que el resto no tendrá. Este grupo, al egresar, se beneficiará de manera dramática por sobre quienes no tuvieron tanta suerte.
Por ello, socializar el costo del arancel universitario, no sólo es ineficiente, sino que injusto, especialmente porque las carreras que seleccionan con mayor exigencia, son cursadas en gran medida por los hijos de las clases más acomodadas, quienes por las deficiencias del sistema, acceden a una educación primaria y secundaria muy superior a las clases medias y bajas, que como contrapartida, al terminar sus estudios secundarios, lo más probable es que ni siquiera sepan leer y escribir muy bien.
Esta lamentable situación no sería más justa si el pool universitario fuese tan diverso como desearíamos, ya que el beneficio futuro por sobre sus pares sería exactamente el mismo, sin mencionar las dificultades académicas obvias por las que atravesarían los hijos de las clases más bajas, en caso de relajar la admisión.
Así, mientras la reforma plantea socializar los costos de la educación superior, sus beneficios seguirán siendo fundamentalmente privados. Por esta razón, parece más justo que el Estado, cumpliendo su deber de garantizar acceso igualitario, otorgue financiamiento efectivo a todo quien así lo solicite, pero que éste sea devuelto, en directa proporción a los beneficios reportados al futuro profesional.
Este sistema -con varias deficiencias que lo hacen injusto- es el vigente hoy en Chile. No cabe duda de que su corrección es del todo necesaria en forma inmediata, y por cierto deberá contemplar una gran inyección de recursos fiscales para alivianar las espaldas de los estudiantes. Dicho sistema, debe garantizar no sólo el acceso universal, sino que la absorción de una porción importante de los costos arancelarios, cuya devolución a la sociedad sea finalmente en proporción al beneficio obtenido por el estudiante.
Lo anterior, sin perjuicio de las becas, bonos y demás incentivos que se estimen convenientes para fomentar carreras que sean de interés nacional, incluidas especialmente las Artes y Humanidades, lo que de todos modos, es materia de otra discusión.
Finalmente, a la luz de los Derechos Fundamentales y la justicia que debiese ser inherente a cualquier cambio de esta naturaleza, parece conveniente recordar que si bien los objetivos son loables, los recursos son escasos, y que previo a la gratuidad universitaria, el objetivo esencial de cualquier reforma, debe ser garantizar un sistema escolar de cobertura inclusiva, gratuita, universal e igualitaria, que no sólo corrija las graves diferencias de cuna que afectan nuestro país, sino que cumpla a cabalidad con nuestra Constitución y con las obligaciones consagradas en los tratados internacionales ratificados por Chile:
Crear las condiciones para que todos nuestros niños, independiente de su raza, sexo o condición, se encuentren en igualdad de oportunidades para alcanzar su mayor realización espiritual y material posible.
Comentarios
15 de julio
Sólido. La lógica ajena al panfleto es prístina, como los argumentos que expones. Lamentablemente, el discurso fácil es el recurso del politiquero que hoy sobra en el espectro. Por cierto, somos además, una sociedad a la que le gusta que le regalen los oídos con estos discursos. Mal cocktaill para este Chile que vivimos. Buena columna!
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