Me molesta cuando suponen que mi afinidad por Zalo Reyes es una alusión artificial o mal intencionada. Algo así como una humorada snob, una ironía kitsch y clasista para sugerir la chulería del gusto masivo. Nada más lejano a mi insistencia.
Cerca de mis veinte años, tal vez la primera vez que manejaba solo hasta la playa, recuerdo un inesperado estremecimiento mientras atendía verso a verso la canción Miéntele (1985). Esa indefinida sensación de libertad, ahora lo entiendo, se debía a encontrar la expresión justa sin escudriñar en las zonas más herméticas de las emociones: eran pálpitos de honestidad, de inmediatez; era pegarle a la pelota como viniera sin una pajosa racionalización. Por entonces yo no dejaba de llenar libretas con poemas inconfesables y, en esa autopista, las letras de Zalo me hicieron entender que, al contrario de mis versos rebuscados e inefables, el significado de eso tan común e insondable -como el encandilamiento amoroso- era posible transparentarlo sin pretensiones, sin estridencias lingüísticas que terminaran saboteando la idea original. Todo lo decía esa musa prohibida de «Un ramito de Violetas» o «Esa mujer». Todo lo decía ese hablante distanciado y arrepentido de «Compárame», o «El rey de tus sueños».
Boris Leonardo González Reyes, nació en 1952, y ni siquiera esperó los quince años para comenzar a ganar festivales en su comuna natal. Durante sus años en el servicio militar, su apellido varió a “Gonzalito” para luego convertirse en el cadete Zalito. Pero fue como Zalo, vocalista del grupo “Espiral”, que comenzó a cimentar una exitosa seguidilla de baladas que lo acercarían al gran público y, de paso, a ese enemigo íntimo que fue la televisión. En 1978 su figura se masificaría interpretando «Una lágrima y un recuerdo» (grabado en EMI por Fernando y Tilo González, guitarrista y baterista de Congreso); en 1979 inscribiría su inmortalidad con ese himno del desgarro y la separación que es «Una lágrima en la garganta»; y en 1983 esculpiría definitivamente su leyenda en el Festival de Viña del Mar.
De esa conquista arrolladora, vendría una gira por México apadrinada por Raúl Velasco, y, ya de vuelta a Chile, su participación ineludible en los shows televisivos de los ochenta. En esta línea, la industria entendió rápidamente que su carisma podía extenderse a otras variantes del espectáculo; y encontró en Zalo todas las peripecias necesarias para mantener la audiencia. Pero como en todas las novelas, las incursiones del héroe no sólo dejaron laureles. Y si bien llegó a animar una sección del «Festival de la una» y del omnipresente «Sábado Gigante»; Zalo también tuvo que lidiar, décadas mas tarde, con la decadencia de comerse una cebolla en un programa de César Antonio Santis, falsamente hipnotizado por un embaucador español y un director de TV que seguramente proyectó las portadas del día siguiente: el rey de la cebolla se come una cebolla.
En resumen -y en palabras de Nicanor Parra- la televisión se convirtió, así como la muerte, en una puta caliente. Y la inadvertencia mediática de los noventa comenzó a darle libertad a esa figura outsider, delirante, contradictora e hilarante. Impredecible y lejos de la corrección mojigata y soporífera de los rostros televisivos, Zalo comenzó a ventilar sus problemas con la cocaína, a la vez que atacaba firmemente la postergación de los artistas chilenos en la radio y la TV. Esto último, precisamente, fue abordado por el vocalista y guitarrista de la banda Weichafe, Angelo Pierattini, en una entrevista al Gorrión realizada durante el 2010. Rasgando el La, el Do menor, el Re y el Mi, de «Prisionera» (1988), Pierattini -uno de los referentes más influyentes del rock alternativo chileno- le agradeció a Zalo haber sido uno de los primeros artistas en denunciar el escandaloso porcentaje que cortaban los sellos musicales.
...Pierattini -uno de los referentes más influyentes del rock alternativo chileno- le agradeció a Zalo haber sido uno de los primeros artistas en denunciar el escandaloso porcentaje que cortaban los sellos musicales.
Hoy la diabetes lo ha obligado a amputarse los dedos de un pie; también le ha paralizado un lado de la cara y borroneado esa voz ya débil, pero incombustible. Contradictorio, errático, herido, irascible y hablando en tercera persona, “El gorrión” revisa ahora su ascenso y descenso negando la amistad con Álvaro Corbalán; declarándose anarquista; destrozando el Festival de Viña; compartiendo cómo dejó la cocaína mezclándola con maicena y, también, las razones de la única vez que se fue de Conchalí porque se enamoró de una cuica.
Hace casi dos años caminé por Mapocho hasta el restaurante de parrilladas «La Tuna», y lo vi en directo por primera vez. Sentado y con muletas, el Zalo manejaba el escenario con una chispa y empatía inconfundible: chistes e historias de dulzura y ferocidad como sus mismas canciones: Dicen que soy el malo/ que estoy envenenado/ se ríen insolentes/ porque no me han visto sufrir…/ Acorralado entre mis lágrimas vivo en silencio mi dolor…
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Marco Antonio Echeverria
que buena reseña , excelente artículo..
Gloria M. G. P.
Me gusta el Zalo… y así tiene que decirse «el» Zalo, nada de siutiquerías. Me encantaba verlo, cuando salía en algún programa de tv, además de admirar la calidad de su voz, su afinación y su calidad interpretativa, me reía mucho con su conversación, sus comentarios y sus imitaciones. El Zalo tiene mucho, también, de un buen actor, no por nada participó en «El Troncal Negrete».
Zalo, tenemos un conocido en común, de los años del Troncal, un gran actor peruano, gran persona, gran ser humano, Quique Avilés, quien siempre te recuerda y te nombra con cariño.
Y para completar este comentario, han puesto mi canción favorita y obvio, la voy a escuchar a continuación.
Un abrazo pal Zalo.