Lamento que en Chile estos artistas hayan experimentado muchas veces -ante su oficio- la gélida indiferencia social o la tenue y fugaz atención de un público cercano, pero reducido. Un pueblo que no reconoce tempranamente a sus artistas, se priva de alcanzar las elevadas trayectorias del espíritu. Se queda ahí, paralogizado, cautivo de las cadenas de una única forma de auscultar el mundo. Y, por eso mismo, deja de ser mundo, para convertirse inexorablemente en una absurda y miope prisión mental.
Los he ido conociendo de a poco ya más de alguno lo conozco desde antes. Llegaron a Berlín, cruzando el Atlántico y por distintas razones, desde Temuco, Santiago, Valparaíso o desde otras urbes chilenas. Llegaron a la capital alemana incursionando en un oficio que en Chile, salvo por pequeños momentos de relativo reconocimiento, la mayoría de las veces obtuvo como recompensa el “quedarse pelando la cebolla”. Son excepcionales estos artistas visuales transplantados. Son talentosos, técnicamente consistentes y no le hacen asco al trabajo. Muchos de ellos aprendieron alemán, un idioma sintáctica y gramaticalmente tan diferente al español chileno, tomando cursos y conversando en las calles o donde pudiesen enhebrar alguna frase germana coherente.
Poco a poco la sorpresa los invadió ante lo evidente. Comenzaron a mirar el propio suelo desde afuera, desde la cotidianeidad del otro país donde ahora residen. Es que acá, independientemente del estrato socioeconómico de proveniencia (los chilenos somos adictos a la clasificación y a la compartimentación social), de la región de origen o de las diversas historias de vida, para las chilenas y chilenos que arriban a la capital alemana ocurre algo así -recurriendo a conceptos criollos-como un “emparejamiento de cancha”. Alguien dijo por ahí que el fascismo secura leyendo y el racismo, viajando. Yo diría que el clasismo se cura un poco en Berlín, en la austeridad del día a día, aguzando el ojo en las calles y en la gente de una ciudad que ha vivido el paraíso y el infierno, durante su accidentada historia.
Una de las pocas cosas en esta vida de las cuales tengo una relativa certeza, es que la percepción de cualquier circunstancia depende completamente de la posición desde la cual se la mira. Desde una posición espacial, temporal o lógica. Desde el apego a una creencia o desde su desapego a ella. Desde la quietud interna o desde la ebullición de las pasiones. La perspectiva tras la cual se miran las cosas puede ser explicable en muchos contextos, pero también es un estado de conciencia. Acá surge lentamente la percepción de que se está transplantado, de que los espacios habitados son prestados momentáneamente, de que lo que creemos de nuestra propiedad es una ilusión equivalente a las sombras percibidas en la platónica caverna. Así, nos vemos obligados a contemplarnos más allá de la artificial clasificación social a la que recurríamos en Chile. El esfuerzo del transplante, muchas veces difícil, nos hace transgredir el valor espurio de las credenciales, para revelar a los demás nuestra propia humanidad. Ese es el “emparejamiento de cancha”, potencialmente aplicable a cualquier lugar de esta nave espacial llamada planeta Tierra.
Por eso creo que la diversidad berlinesa imbricada en cada recoveco de esta ciudad, irriga tanta creatividad chilensis, pero ahora transplantada en otra habitación terrestre. ¿Cómo no transmutar en una ciudad que alberga a más de ciento veinte nacionalidades, en sus tres y medio millones de habitantes? Pueden hacer un pequeño esfuerzo y googlearlos, si lo desean: Francesca Mencarini, Francisco Rozas, Pablo Ocqueteau, Mónica Segura, Marcela Moraga, Carmen Accorsi y Christian Demarco, entre muchos otros artistas visuales chilenos que han potenciado su trabajo a trece mil kilómetros de su terruño. Desconocidos en Chile, pero muy lentamente reconocidos en la fascinante escena berlinesa, han debido romper sus propios esquemas mentales para plasmar, en sus nuevas obras, la espléndida evidencia de su evolución personal y artística.
Lamento que en Chile todas ellas o ellos hayan experimentado muchas veces -ante su oficio- la gélida indiferencia social o la tenue y fugaz atención de un público cercano, pero reducido. Un pueblo que no reconoce tempranamente a sus artistas, se priva de alcanzar las elevadas trayectorias del espíritu. Se queda ahí, paralogizado, cautivo de las cadenas de una única forma de auscultar el mundo. Y, por eso mismo, deja de ser mundo, para convertirse inexorablemente en una absurda y miope prisión mental.
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Foto: Pablo Ocqueteau
Comentarios
18 de noviembre
muy buen artículo, Oscar Vivallo. También hay much@s otr@s chilen@s en el resto de Alemania, haciendo arte. Por ejemplo mi «Duo Contraviento» vive en Münster pero se proyecta por toda Alemania, con música, textos, imágenes. ver: http://www.contraviento.de
fuerte abrazo!
Isabel Lipthay
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14 de junio
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