#Cultura

El carnaval de Chile

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Hace un tiempo, conversando sobre México con Guillermo -un amigo mexicano que vivió en Chile- llegamos a varias conclusiones. El tema principal eran las fiestas populares, los carnavales, las celebraciones en general. Tiempo atrás, cuando ambos vivíamos en Santiago, hablamos de este mismo tema, pero en el caso chileno. No me asombré cuando, por aquellos años, me preguntó el cómo, cuándo y dónde los chilenos tenían sus principales festejos. Digo que no me asombré porque yo tenía la respuesta al alcance de la mano: en ninguna parte. Creo que en ese momento fui injusto, pues Chile tiene algunas (pocas) celebraciones. Y me costó tiempo recabar información sobre ellas. Probablemente, el tiempo que gasté en pensar y averiguar dónde sucedían, disculpe la rapidez inconsciente de mi respuesta: las fiestas chilenas, la alegría desbordada, no son evidentes, no están marcadas en nuestro calendario espiritual ni en la cotidianeidad como, según creo, lo están en México. La comida mexicana, como la peruana, son un buen ejemplo de esa positiva “fiesta” diaria que ellos tienen y que yo, viviendo en México, he disfrutado.

Con mi amigo mexicano llegamos a estas conclusiones: la gente de México ama las fiestas en comunidad; todo el país se involucra en las celebraciones, cada pueblo o región tiene las suyas, que son muy importantes; cada celebración implica renovar un contrato con la patria, con las tradiciones de la tierra; las fiestas se acompañan de varios rituales que van al caso.

Ante esta realidad mexicana, es inevitable preguntarse, ¿acaso Chile no tiene, al igual que México, sus fiestas, sus celebraciones nacionales? Es obvio que sí. Son varias y diferentes, aunque no tan distintas de las conclusiones que acordamos con mi amigo: son puntos en común para, quizás, todas las fiestas de las naciones del mundo. En el sur tenemos dos fiestas oficiales, aunque hay otra importante que se celebra en el norte del país. Las dos primeras son el 18 y el 19 de septiembre y, la tercera nuestra nortina fiesta de La Tirana. Contradiciendo la vieja y conocida lógica aristotélica, comenzaré por la última, para despejar la inquietud de quienes nunca la han considerado como una verdadera fiesta, más allá de lo religioso.

La fiesta de La Tirana es una fiesta original o principalmente religiosa, qué duda cabe. Mucha gente asiste a ella y de distintas partes del país, aunque el más importante contingente de público proviene de las regiones aledañas a ese pueblo. Se bebe, se baila, se reza, al ritmo de las diabladas (provenientes de la zona andina que hoy es Bolivia).Esa región fue incorporada al país hace poco más de un siglo. Las chinas y chinos salen con sus brillantes trajes a “chinear” y es todo un honor para ellos bailarle a la virgen. En Huasco dicen que hay otras fiestas similares, tal vez sin tanta parafernalia. La pregunta que viene al caso puede estar cargada de aires santiaguinos: ¿es, realmente, una fiesta nacional? O, si nos ponemos patrioteros: ¿es una fiesta chilena? De todos modos, pienso que es bueno que sea una fiesta regional y que no se contamine con la idiosincrasia de los sureños, que poco o nada tenemos que aportar ahí. Tal vez el problema no es, en el fondo, si es una fiesta chilena: las fronteras son artificiales para las culturas. Sabemos que la diablada proviene del otro lado de la montaña, de cuando esta montaña sólo era un simple cerco y no el límite cerrado que es hoy.

Pero me encantaría que, a pesar de su trasfondo religioso, de su origen lejano, fuese una fiesta que todos los chilenos sintieran como propia. Pienso que todavía los que nacimos de Valparaíso al sur tenemos una imagen de país que se acomoda más a la selva fría que al desierto. El desierto ha servido, según muchos de nosotros, para el cobre y las láminas turísticas con las que nos pavoneamos de ser uno de los países con mayor diversidad paisajística del mundo. La empresa nacionalizadora del norte -llevada a cabo en los primeros años del siglo XX, mediante militares y maestros de primaria- fue bastante exitosa: en Arica, la última ciudad costera del extremo norte, he visto bailar la cueca, baile típico de la zona centro sur. Es verdad que en Santiago, cuando éramos niños, bailábamos trotes, cueca chilota y hasta danzas de Rapa Nui, pero siempre el papel central era para el huaso, el campesino de la zona central. De Valparaíso al sur no tuvimos un proceso de “nortización”, de interiorización del Norte en nuestro imaginario. Casi no conozco a algún literato que haya leído los hermosos pasajes de Andrés Sabella. Y todo nuestro sueño de vacaciones tenía lagos, ríos, montañas, bosques valdivianos, volcanes y muy rara vez alguien soñaba con el desierto. El desierto era, para nosotros cuando niños, no sólo una región árida de infinitas dunas, sino también un desierto humano y cultural.

Me tocó vivir mi primer 4 de Julio en Estados Unidos el año recién pasado. Vino a mí este recuerdo, pues mañana estaré de nuevo viendo el desfile por las calles de Evanston. Me sorprendió gratamente. Se trataba de un día en que el pueblo estadounidense celebra su fiesta de una manera muy particular. Habían desfiles, sí, como en mi tierra. Pero desfiles que, a ojos de un chileno, serían absolutamente exóticos y hasta “ridículos”. Lo digo con dos argumentos. El primero: Vicente, un viejo amigo chileno, estaba con nosotros ese día en que no dábamos crédito a lo que veíamos; el segundo: una vez en México, cuando mostré las fotografías tomadas aquel día a un amigo puertomonttino, comenzó a reírse sin creer que, en la nación militarmente más poderosa del mundo, el desfile del día de la patria nada tenía que ver con militares. Desfilaron niños de distintas escuelas; arlequines y ciclistas; ancianos de varios clubes; la policía hacía piruetas con sus motocicletas; los quiroprácticos se disfrazaron de vértebras; los autos antiguos salieron a las calles como en su primer día fuera de la fábrica; los tractores llevaban acoplados donde varias bandas iban tocando jazz. Para mi “desescándalo” pasó sin pena ni gloria un pequeño grupo de marinos, muy menor, que se perdía entre los disfraces del mundo civil. En Chile, aun si tuviésemos un día patrio cargado por el mundo civil, esos marinos hubiesen sido muchísimos más y habrían gozado de una tributaria ovación general.

Porque nuestro carnaval es otro, otro que no es carnaval. La gran fiesta del país es militar y está ahí, al lado del día nacional, como para recordarnos que no hay patria sin ejército, sin armas; que ellos son los primeros dueños de la patria y nosotros sus tributarios. Especialmente este año preveo que la fiesta tendrá otro sabor para todos. Esta vez las botas de los danzantes pisarán más fuerte. Sea porque verdaderamente lo hagan (con todo el placer que implica para ellos regresar al poder), o bien, porque nosotros, que estamos del otro lado, tendremos los oidos más sensibles que de costumbre. Podremos escucharlos cantar sus canciones de fiesta: pasarán los nuevos estandartes entonando sus letanías que homenajearán a los viejos. Muchos sentirán henchirse de júbilo sus pechos, esos que siempre se inflaman con cosas inflamantes, mientras otros sentirán que, involuntaria y culposamente, se hinchan como globos que han aprendido muy bien la lección de las oligarquías.

No obstante, no todo está perdido. Nunca he sido un ferviente lector de los escritores costumbristas del siglo XIX, pero siempre me he precavido de tener por ahí, entre mis libros, alguna edición de los Artículos de costumbres (1841-1847) de José Joaquín Vallejo, más conocido como Jotabeche. Confieso que siento una mayor afinidad con los estudios folclóricos de Oreste Plath y los de Juan Uribe Echevarría, quizás por una razón de siglo, quizás temática, no lo sé bien. El caso es que este poco apego que he tenido al género, ahora, sin embargo, va cambiando hacia un interés que en los últimos meses ha aumentado peligrosamente. Por este motivo, cuando hace poco visité Santiago, registré mis libros y me detuve en uno, el de Jotabeche. Y lo abrí con curiosidad y casi avidez. Y encontré un artículo al que jamás puse atención, llamado “El Carnaval”. ¡Oh, sorpresa! ¿Carnaval? Quizás es verdad que el lector siempre busca leer lo que él hubiese querido escribir. Lo único cierto es que, a mediados del siglo XIX, en Copiapó, Jotabeche trazó algunas páginas sobre nuestro asunto:


"Bien puede ser la chaya… una costumbre incivil y detestable; digan de ella lo que quieran cuantos juzgan las cosas con una circunspección que no les envidio, lo cierto es que los juegos del Carnaval tienen para mí y otros calaveras un atractivo deleitable. Amo con delirio sus ligeras intrigas, sus tropezones, sus mojadas y todas sus barbaridades. ¡Que una linda mano restriegue diariamente con almidón mi pobre cara, con tal que la sienta detenerse un momento sobre mis labios! ¡Amable barbaridad, resiste los ataques de la civilización hasta que ya no pueda embriagarme con tus delicias!"


 

Justo después de este párrafo, Jotabeche nos describe uno de aquellos días de carnaval:


"Al cabo amaneció el domingo. Un gran baile de máscaras, que habíamos preparado para la noche, nos tuvo todo el día ocupados en concluir el arreglo de nuestros vestidos… ¡Las nueve de la noche! Multitud de turcos, griegos, romanos, militares, mineros, marinos, arlequines, gauchos, viejos y maricones, poseídos todos del genio de la locura, llegan unos después de otros al punto de reunión de la comparsa. Su jefe únicamente los reconoce, distribuye entre ellos tarjetas numeradas; ordena las hileras; da la señal, y se rompe la marcha al son de una música que nos presagia mil triunfos y mil deleites. Las calles del tránsito están pobladas de grupos de curiosos. Es inmenso el gentío que nos acompaña, y todos gritan ¡viva Chile! Como si fuera a romperse una batalla. ¡Exclamación sublime que no deja ya de oírse cuando los chilenos tienen el corazón alegre!"


 

 

No soy de los que creen que todo tiempo pasado fue mejor, pero sí de los que piensan que el pasado nos muestra cuánto hemos ganado o perdido en el camino. Jotabeche ya presentía el fin de la juerga en el primer pasaje que cité: hay algunos civilizadores que detestan la chaya, el confeti, el papelillo picado. ¡Las oligarquías de siempre! Pero ya la educación oligárquica -que se esmeró exitosamente en traspasar su rústica seriedad al bajo pueblo- gozaba para los tiempos del cronista de buena suerte: el pueblo gritaba “¡viva Chile!” en medio del carnaval previo a la cuaresma. ¿Qué tenía que ver la nación con esta fiesta? La nacionalización del carnaval, de las fiestas que se reducirán -finalmente- sólo a una, ya estaba en los primeros años de la república. Hay gente que cree que somos un país serio. En realidad, somos un país que las oligarquías -para su beneficio- se encargaron de opacar, de ordenar, de fruncirle el ceño ante cualquier cosa que oliera a caos: de amargarlo tanto hasta hacerle sentir que la amargura era una virtud civilizada.

Acepto que nunca tendremos algo como el carnaval comercial de Río de Janeiro ni las fiestas mexicanas ni los candombes y comparsas uruguayas ni el famoso carnaval de Oruro en Bolivia ni el Corpus Christi cuzqueño. Pero no acepto que el 18 de septiembre lo vivamos en festejos cerrados, en establecimientos delimitados y que sea la institucionalidad militar la única que puede hacer su desfile en la vía pública. ¿Qué es eso de público, masa, multitud, pueblo, sin espacios públicos y abiertos para celebrar su fiesta, la única que le va quedando? Pareciera que los propios ciudadanos del país sintieran que la patria sólo fue ganada por guerras y éstas por los militares, como si el día a día no fuera la batalla más importante de todas. El pueblo no se quiere, no se aprecia. Pareciera que los ciudadanos piensan que la Patria es un desfile militar que, cuando no asisten a él, lo ven por la televisión casi extasiados. El pueblo goza con la libertad de otros, con la supremacía de otros. Nuestro día no es del Ejército y no tiene sentido que el día de los militares sea un evento nacional absoluto: todos somos Chile y cada día lo hacemos por todo el mundo, estemos donde estemos. Quizás, a modo de consuelo, sería una buena idea mover un poco el lente, dejar de lado lo que sucede en la explanada del Parque O’Higgins y fijar la atención en lo que siempre pasa a un costado. Las tropas de niños y borrachos que encumbran sus volantines, cometas o papalotes, que prestan nula atención al marcial desfile de eso que algunos le llaman “El alma de la Patria”, son la esperanza de que no todo está perdido. ¿Quién cree todavía que somos un país serio? ¡Todavía tenemos un poco de alegría en comunidad!


 

Evanston, 3 de julio 2010.

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