Parece claro que el mundo de hoy no necesita de los intelectuales para pensar; sin embargo, ellos han sido los constructores de buena parte de la base cultural y ética del mundo. Es verdad que la conducción de las cosas mundanas -amparada en una irracional fe en la razón- dejó al descubierto la inmensa grieta, profunda, tétrica y, para algunos, mística, entre el intelectual y la gente no intelectual: por esta grieta se cayó el mundo muchas veces. Porque en otro tiempo, los intelectuales creyeron que podían saberlo todo, medirlo todo, explotarlo todo, porque el mundo tenía lados precisos, límites claros. Y había gente, según ellos, preparada para vivir la gran vida de la libertad y otra que debía morir por la inferioridad y esclavitud. Esto fue en buena parte obra de los intelectuales. Su ejercicio del criterio fue absolutamente inexacto, pues no fue justo ni con hombres ni animales ni consigo mismo. Fue un acto de vanidad y en la vanidad lo que reina es la injusticia.
Los intelectuales han sido jueces sin tribunal; jueces que deambulan con sus miradas sobre distintos aspectos, sobre distintas áreas que no son sólo las del conocimiento ya establecido, sino que éstas han hecho el conocimiento o saber con su observación. Han levantado bibliotecas, muchos de ellos han hecho de ellas un nuevo hogar. En este hogar encuentran las frases precisas para el argumento, para defender o para acusar. En este lugar que a veces se asemeja a un “cementerio del saber” se sienten más vivos, porque escuchan la voz de los padres muertos susurrándoles desde un lejano más allá. Juzgan, pero hoy también son juzgados: sin tribunal y casi sin tribuna, la sociedad sanciona la socarronería con la más fría indiferencia.
La indiferencia, la frialdad, los recursos escasos entregados por los Estados que ven poca importancia real en su actividad, son el castigo. Puede ser que esto sea injusto, parcialmente injusto. Pero me interesa hablar del primer acto de injusticia: el que se practica contra el propio oficio. Los tiempos han cambiado, se han transformado de verdad en esos “ruines tiempos” de los que ya se lamentaba José Martí a finales del siglo XIX. Nadie escuchó su alerta y todos siguieron haciendo como que habían escuchado del cubano sólo una frase poética. Los intelectuales han quedado a la deriva y lejos del pie de la ola.
En el mejor de los casos, los intelectuales sólo aman a la humanidad humanista, ésa que se reduce a un puñado de personas que viven democráticamente la dictadura de su propia y muy personal inteligencia. A menudo, los intelectuales escapan del mundo, porque no creen que es necesario, para ser feliz en el árido universo de las letras, atar todas las jarcias, ordenarlas, situarse en la tierra de los vivos, para que la pesca sea realmente fructífera. Quizás ahora sea el momento propicio (que siempre lo fue) para comenzar a ejercitar el juicio desde la propia experiencia cotidiana; ejercitar ese simple juicio, el criterio, la reflexión sobre el mundo que habita, ríe y canta más allá de las disciplinas. Nuestra sociedad está sujeta a los cambios más brutales y también a los más fecundos. Es necesario pensar sobre otros aspectos más amplios, ponerse de pie y caminar, pues la especialidad de los saberes está condenada sólo a una vida íntima, sin el resto, sin prójimos. La observación y análisis del mundo -empezando por el propio- podría ser la primera señal de reconciliación.
Es probable que esta época sea la única en la que quienes se dedican a las humanidades y las letras son escritores que detestan la escritura. A nuestra joven generación le cuesta tomar el lápiz, estirar un papel y escribir sus reflexiones por el puro placer de compartir con los demás eso que se mueve dentro de nosotros. Lamentablemente, somos escritores sin escritura. Quizás esta ausencia sea reflejo de otra mayor, la del juicio o la del pensamiento. Muchos de nosotros no quieren caminar más allá de la parcela, pues viven -aun siendo jóvenes- la absoluta ancianidad del juicio. Somos más viejos, más lentos, más perezosos que los antiguos mujeres y hombres que nos anteceden. Sin darnos cuenta, el orden del mercado nos ha puesto el lazo y una cortoplacista recompensa. El deseo de la trascendencia –que causó sueños y tragedias en el pasado- se ha muerto con la flojedad del puño, con la poca hambre, con la pérdida del amor al prójimo que llamamos “lector”. Trascender es mucho más simple que desear la gloria, la fama, la inmortalidad: consiste en tocar al otro en el hueso de su ser con tus propios huesos.
Tal vez nunca como hoy, la impotencia y frigidez de y para las ideas habían causado derrota tan escandalosa y, al mismo tiempo, tapada con nuestro silencio. ¿Será miedo? Como nunca los canales están abiertos y cualquiera puede aprovechar y cruzar por ellos, todos pueden llegar a miles o millones de seres y brindarles nuevas o antiguas ideas a quienes leen por casualidad o buscan aprender o, simplemente, intercambiar opiniones. Muchos humanistas salen de las bibliotecas como quien sale de la oficina, dejando atrás no sólo el trabajo, sino el juicio de éste que puede ser útil al mundo. El uso público de la razón ha quedado en el olvido y esto es grave: este uso público ha sido históricamente una de las principales herramientas de exploración y producción de conocimiento en comunidad, pues el oficio de las letras siempre es público.
Espero que volvamos a este uso público de la razón, al ejercicio público del juicio, antes que se nos venga un juicio mayor, un verdadero Juicio Final de la sociedad. Si el farol de Diógenes se apaga, nuestros jueces nos preguntarán qué hicimos con la herencia, en qué malgastamos el compromiso que una gran cantidad de intelectuales tuvieron con la historia y con su tiempo. ¿Pudimos reconocer o encontrar el despunte de la vida en la escritura de esas páginas tantas veces leídas? Espero que no tengamos que decir que tiramos todo al bote de la basura por miedo, por mezquindad, por poca fe en nosotros y en los otros, o por pereza; y espero que no seamos los hijos pródigos que no tienen segunda oportunidad, por haberse gastado en nada toda la hacienda del mundo. Una vez más, Violeta Parra tiene razón cuando nos describe al cantor que, finalmente encuentra el sentido de lo que hace, que es la reflexión sobre el mundo. Como en el cantor que reflexiona, así en el joven intelectual las luces deben surgir hacia el mundo. Tal como dice Violeta en “Cantores que reflexionan”:
Y su conciencia dijo al fin
cántele al hombre en su dolor
en su miseria y su sudor
y en su motivo de existir.
Cuando del fondo de su ser
entendimiento así le habló
un vino nuevo le endulzó
las amarguras de su hiel.
Hoy es su canto un azadón
que le abre surcos al vivir
a la justicia en su raíz
y a los raudales de su voz
en su divina comprensión
luces brotaban del cantor.
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