En las últimas semanas se ha hablado profusamente sobre los “ultras”. Corren unos a otros a arrojarse la culpa sobre quién son los ultras, pero es necesario confrontar algunas posiciones y cuestionamientos. Hay que analizar qué es lo que se denuesta cuando se emplea ese adjetivo como sustantivo y a la vez, sinónimo de un grupo político.
Como ultra es un adjetivo, debería especificarse cuándo o a quién se refiere la palabra. Ultraderecha, ultraizquierda, por ejemplo, porque pone de manifiesto en que lugar están las personas o a que grupo se refiere. Definir como “ultras” a un grupo no deja de manifestar el deseo de encerrar y cosificar en un lugar externo y fuera de toda definición a quienes profesan pensamientos extremos. Los ultras están fuera y no merecen poseer un lugar afirmativo ni siquiera en el plano lingüístico. Los enunciados no se responden a sí mismos, también refieren a alguna connotación interior y con un sentido claro, pero muchas veces oculto. Los ultras deben ser excluidos, no hay espacio para aquellos que no entran en el lenguaje político. Es la nueva palabra para definir a quienes deben ser excluidos, que se ha empleado con el fin de normalizar (o uniformizar) la política: si antes fueron los terroristas, expresión que denominaba a todos los que estaban contra la dictadura, ahora se instalado a los ultras, para dejarlos fuera de la idea de orden.
Este juego del lenguaje tiene una ramificación hacia el juego democrático y la cultura política, en cómo se toman las decisiones y la sociedad es parte de las mismas decisiones: el sistema de representación, en este caso el binominal.
Como es sabido, un sistema de representación no sólo tiene una implicancia en el reparto de escaños en cuanto a los votos, sino que también tiene un elemento simbólico que redunda en la cultura política de un país. Un sistema de representación no es tan sólo un sistema electoral, del mismo modo es un sistema que pretende representar vivamente las relaciones del reparto del poder y también de la toma de decisiones. Entonces, cuando un sistema de representación como el binominal es excluyente y a la vez es hiperconcentrado en sus resoluciones, quienes no son partícipes de él serán excluidos y marginados del poder. El binominal es dañino, puesto que promueve un empate espurio y deja fuera a todas las opiniones que no son parte del esquema político. El binominal no significa tan sólo dos escaños por circunscripción o distrito; es también la preeminencia de dos fuerzas políticas que se anulan mutuamente, lo que redunda finalmente en el plano de las ideas y la cultura política. Este sistema no promueve el dialogo como confrontación y argumentación de ideas. Por el contrario: promueve que dos puntos de vista disímiles se acuerden sólo en las concordancias, haciendo que las fronteras entre una y otra se borren y aparentando que existe una única forma exclusiva de participar y de pensar políticamente.
Asimismo, un Parlamento, que es donde está asentado el binominal, es la institución fundamental de la sociedad, la que debería estar sustentada en un sistema de representación que promueva el diálogo como discusión y argumentación de ideas. No obstante, con la actual calidad de la actividad parlamentaria chilena existen solamente los acuerdos como elementos ex – ante de la discusión política, cuando deberían ser una consecuencia. En una democracia, los acuerdos son sustanciales, pero si no están antecedidos por un diálogo, los acuerdos se transforman en una repartija de intereses que en nada benefician a la sociedad.
Los acuerdos por sobre la discusión, el consenso por sobre confrontación de ideas, la concentración del poder por sobre la repartición del mismo, terminan haciendo que quienes tengan ideas disímiles y discordantes sean los que están más allá de la política, los que están en el extremo, extremo que no necesariamente ha sido elegido intencionalmente como posición política, ya que es el mismo sistema binominal que se encarga de encasillar y alejarlos del centro del poder. Los que no son parte del juego que permite el binominal, además, merecen ser menospreciados y denostados mediante el lenguaje. Los ultras son los que están fuera, los que no participan dentro del binominal y que el mismo sistema de encarga de dejar fuera e incluso subestimar políticamente.
Los sectores más extremos siempre han estado presentes en los grupos políticos, ya sea hacia la derecha o la izquierda, y sobre todo cuando son espacios de luchas sociales y reivindicativas, porque el binominal pone a todos los que no están dentro en posiciones extremas.
Las ideas extremas han sido parte intrínseca de la democracia, pero no con ello se merecen el menosprecio y la estigmatización pública por el mero afán de no cumplir con la idea de orden que impone el sistema binominal. El problema con los llamados “ultras”, es cuando ellos se toman posiciones centrales de poder, cuando democráticamente acceden a grandes cuotas de poder. La historia está plagada de jacobinos que han llegado al poder para imponer una visión extrema de su ideal político. Pues bien: los ultras han sido y serán parte de la sociedad, pero cuando son parte del Gobierno es cuando la calidad y la capacidad de la política se torna dificultosa. Se espera siempre que un Gobierno matice y contrapese ideas (en este sentido ayudado por el Parlamento) pero que de ninguna forma se cierre herméticamente sobre sus propias ideas, porque no contribuye al diálogo ni a la inclusión de puntos de vista diferentes.
Los ultras estudiantes no son más dañinos que lo que son los ultras del Gobierno, porque con los primeros podemos convivir y son parte del juego democrático, pero con los segundos no porque detentan el poder únicamente desde un lado sin la capacidad de transar.
——–
Foto: HikingArtist / Licencia CC
Comentarios