Hay un tema que debe ya sí o sí colocarse con urgencia en la agenda pública. Solemos guiarnos por indicadores racionales e individuales, que olvidan con fuerza los factores humanos y emocionales, determinantes para lograr una sociedad con buen vivir. Por ejemplo, hablamos de educación sin enfocar su finalidad, enfocando la calidad desde resultados de evaluación y no en propósitos. Nos olvidamos por completo del fin y para qué queremos implementar cosas. Una loca carrera de resultados y cumplimientos, motivados por un régimen político poco reflexivo y veloz.
Digo esto, por la situación de la infancia en el país. La niñez es una «etapa» crucial en la vida humana. En la mayoría de la historia el niño/a ha sido invisibilizado/a desde distintas aristas y perspectivas como un objeto al arbitrio del adulto. Hoy la Convención Internacional de Derechos del Niño ha modificado el paradigma hacia reconocerlos como sujetos de derecho. Pero la codificación normativa no impide que en la política social, en la normativa y en la cultura, la visión de objeto siga presente aún con fuerza. Esto en gran medida es producto de la época en donde estamos.Se requiere de un esfuerzo integral mayor que promocione y prevenga a partir de una política nacional de infancia la condición de ciudadanía de la niñez en todos los espacios en los que se involucra, además de propiciar un cambio en la visión de los adultos en cuanto a esto.
El neoliberalismo a ultranza que vive nuestro país sin duda afecta también a los niños/as. Son ellos los que deben adaptarse a este modo de vida decidido por los adultos, sin poder ser protagonistas de su entorno. La realidad es clara: en nuestro país se violenta a la infancia en todos sus espacios de socialización. Primero, en la escuela, a partir de un modelo curricular solamente racional y de contenidos, con una jornada eterna, con miedo a formar sobre habilidades para la vida y la creatividad, con colegios sin convivencia, y en donde la competencia es ley desde los primeros años de vida. Segundo, en la familia, dado que la sociedad delega toda la confianza en la crianza en éstas, atribuyéndole más y más responsabilidades, pero sin ningún apoyo de la sociedad y el Estado. Las familias son unidades individuales que deben surgir por su propio esfuerzo y mérito. Mientras algunas cuentan con mayores redes y poderes multi dimensionales, otras se segregan. Tercero, en el territorio, por la clara segregación decidida por unos pocos, de los entornos de vida de las familias, en los cuales se producen interacciones sociales y comunitarias, marcadas por el acceso desigual y no inclusivo a los derechos sociales, efecto natural del criterio de distribución de la riqueza en todos los ámbitos. Hacemos crecer a nuestros niños/as desde el temor de los adultos, de la exclusión, de la falta de confianza de éstos y la frustración por no lograr las expectativas impuestas. Es una sociedad que hace reprimir emociones, matando todo atisbo de creatividad, confianza y protagonismo, claves para el buen vivir y el ejercicio de la ciudadanía.
Cabría alarmarnos si un 38% de los chilenos menores de 18 años padece hoy un trastorno de salud mental, lo que es comparativamente mucho mayor a nuestros pares latinoamericanos. Cabría alarmarnos si un 71% de nuestros niños y niñas ha sufrido algún maltrato. Cabría alarmarnos si las grandes condicionantes de la delincuencia juvenil son en realidad la falta de participación social, carencia de figuras de apoyo y prejuicio. Cabría alarmarnos si de todos los adolescentes que cumplen una pena privativa de libertad, un 75% tiene un trastorno de salud mental con necesidad de tratamiento. Cabría alarmarnos por la falta de figuras de apoyo, apego e identidad son vivencias y situaciones que viven gran parte de nuestros niños/as en residencias. Y así, pero en realidad son pocos los que se alarman.
La condición determinante, la «variable independiente» para ayudar a mejorar esto (sin obviar causas estructurantes del modelo) es favorecer la vivencia real de aquello que plantea la Convención, eso de que los niños y niñas son sujetos de derecho. Ello implica tener la posibilidad de ejercerlos, de defenderlos y vivirlos: que en términos politológicos se denomina capacidad de agencia. La consideración de sujeto de derecho, los hace ciudadanos, y alejándonos un poco de la concepción liberal de ciudadanía (de libertad negativa de no interferencia) y acercándonos a una republicana, este sujeto puede y hasta debe poder participar. Esto último se garantiza en los llamados derecho a ser oído, a la identidad y a la participación. La participación infantil constituye entonces un desafío totalmente posible, validado desde la psicología, pedagogía y sociología más reciente y crítica. Es hora que ya pase al ramo de diseño de políticas públicas.
Hace poco se cerraron los programas de prevención comunitaria de SENAME que prevenían vulneraciones de derechos, con éxito, mediante el abordaje de este modelo. Sin embargo, se requiere de un esfuerzo integral mayor que promocione y prevenga a partir de una política nacional de infancia la condición de ciudadanía de la niñez en todos los espacios en los que se involucra, además de propiciar un cambio en la visión de los adultos en cuanto a esto. Un llamado de atención para decir, que si queremos cambiar de verdad el país, no todo parte por sólo cambiar la educación: es necesario hacer protagonistas de su vida a los propios niños, y en ello cambiar la educación y otros ámbitos. Todo es pedagógico, y pedagogía sin emociones no es pedagogía. Un llamado de atención entonces al concepto de escuela en educación, a las decisiones en torno al territorio, a una mejor política de salud comunitaria y preventiva, a respetar el derecho al juego, a escuchar la opinión de los niños en las decisiones que les conciernen e involucran y a un rol de la familia no reprimente, sino de apoyo y amor, con la debida solidaridad social.
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