La academia es un mundo interesante. Quienes han hecho del estudio y la reflexión teórica su profesión han aportado considerablemente en los avances de las distintas disciplinas, y sin duda sus posiciones argumentadas han de servir de base para el debate acerca de las propuestas sociales. Con todo, mucho se ha hablado de la desconexión que existe entre la doctrina y la sociedad, así pues, si bien es necesario aceptar que aquella pertenece a ésta, las más de las veces, las opiniones vertidas a nivel académico no logran ser socializadas, tanto por el lenguaje altamente técnico utilizado como por aspectos prácticos, esencialmente porque a las personas les interesa más tener sus problemas resueltos a que la solución a ellos se adecue a la ley. Esto último ciertamente ha impactado a nivel político, gestando un Congreso Nacional que muchas veces carece de rigor técnico a la hora de la formulación de las leyes, entendiendo estas como meros analgésicos a suministrar a la sociedad, pero que no solucionan la enfermedad de fondo.
Hace un par de días atrás se aprobó una ley que conmemora el día del niño que está por nacer; hace otro par de años atrás, en un incendio en el que murieron varios brigadistas, los parlamentarios crearon el día del brigadista; más recientemente -a raíz de esa moda que existe en la prensa de levantar un tema polémico de tanto en tanto- se “crea el delito de femicidio”, el cual en realidad no tiene diferencia alguna con el ya instituido delito de parricidio, salvo que si la víctima es la cónyuge o conviviente del autor, el delito recibe tal nombre. En fin, el objeto de todas estas “normas”, más que venir a solucionar el problema de fondo, es generar una bomba de humo mediática que haga creer a las personas que en el parlamento se están haciendo cosas por solucionar dichos problemas, cuando realmente se opta por la vía más fácil y carente de cualquier rigor técnico. Al menos en estos casos.
Por otro lado, es de una opinión bastante mayoritaria a nivel académico la fatal orientación que ha tomado la legislación penal, huyendo hacia sus faldas ante cualquier problema que se presente. Es prácticamente irrefutable estadísticamente que a mayor gravedad de las penas la delincuencia no decrece, y es también sustentado académicamente que una política penal no puede reñir con los derechos fundamentales de las personas. Pese a ello, se siguen día a día aumentando los delitos y sus penas, denotando una absoluta desconexión entre los postulados teóricos a la aplicación práctica de los mismos. No es raro abrir el Código Penal y encontrar normas abiertamente reñidas con los derechos fundamentales, y que al ser analizadas no es posible decir que detrás de ellas existe un valor tan importante que merece ser protegido por la vía penal (como el robo de cajero automático). De la misma forma, encontramos valores -como la propiedad- que se encuentran sobreprotegidos, incluso más que la vida, la que debiese ser el valor supremo en todo ordenamiento.
Se requiere un real compromiso de nuestra clase política por el resguardo de los derechos fundamentales y por la solución de los problemas sociales de manera eficaz. No podemos seguir tolerando que la ley se utilice como el pan que se lanza a los asistentes al circo que montan los medios de comunicación.
En conclusión, se requiere un real compromiso de nuestra clase política por el resguardo de los derechos fundamentales y por la solución de los problemas sociales de manera eficaz. No podemos seguir tolerando que la ley se utilice como el pan que se lanza a los asistentes al circo que montan los medios de comunicación. El llamado es a tener una mirada más aguda de cómo se está legislando y a cuál es la realidad que se nos muestra día a día. Si seguimos avanzando (retrocediendo mejor dicho) con una política legislativa simbólica, seguiremos dándole analgésicos a un enfermo cuya necesidad es una cirugía.
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