En una de mis pasajes favoritos, nuestra Constitución señala en su artículo 1 inciso 3: »El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece». Allende el lenguaje iusnaturalista en que está escrita y la consagración implícita que hace del principio de subsidiariedad, la norma constitucional citada es clara en establecer lo siguiente: el Estado no es el único responsable en la promoción del bien común. De ahí que el mandato para aquel sea ‘‘contribuir a crear’’ y no, lisa y llanamente, el de ‘‘crear’’ condiciones sociales él solo. Si el Estado contribuye, es porque existen otros, distintos a él, llamados a participar en la creación de tales condiciones.
La anterior distinción es relevante, más aún en el contexto de crisis sanitaria que nos toca vivir. De ella se sigue que si bien el gobierno (órgano del Estado encargado de la conducción política y administrativa del país) es uno de los principales responsables en la promoción del bienestar de sus ciudadanos (y, por tanto, juega un papel fundamental en el manejo de la pandemia), no es el único cuya buena gestión debe ser exigida. El Estado, por supuesto, tiene el deber constante de ayudar, coordinar, dirigir, regular, fiscalizar, e incluso suplir, en situaciones excepcionales, a las personas y comunidades intermedias. Pero la consecución del bien común general es una tarea que demanda mucho más que el solo esfuerzo estatal: las empresas, las universidades, los partidos políticos, la banca, los medios de comunicación, los gremios y sindicatos, las juntas de vecinos, las comunidades religiosas, las familias y, por último, las mismas personas, son todas ellas responsables, en distinto grado y nivel, del bienestar general. Todas ellas tienen, sobre todo en este contexto, deberes de hacer y no hacer (muchas veces no jurídicos, pero sí morales) cuyo cumplimiento debe ser reclamado (y su incumplimiento, criticado) por parte de la opinión pública.
Pero esa conciencia de la responsabilidad social multinivel ha sido olvidada, al parecer, por buena parte de los partícipes en el debate público. En efecto, en él abundan los cuestionamientos al gobierno (muchos de ellos, por supuesto, justificados) que, empero, parten de la base de una concepción asistencialista de la autoridad pública. Para estos críticos (entre los que se cuentan, lamentablemente, personeros de la oposición), el bien común, y por tanto, el manejo de la pandemia, dependen casi exclusivamente de las actuaciones del órgano ejecutivo. Al resto de la sociedad le cabe un papel secundario, insignificante en la práctica. Lo anterior ha llevado a estos críticos a adoptar una actitud que se contenta con recriminar el actuar del gobierno (‘‘te lo dije’’), y que no asume acciones propias que tiendan a corregir aquello en lo que, ellos estiman, el ejecutivo ha errado.
Con lo anterior no pretendo erigirme en defensor del gobierno. Ha habido actuaciones altamente condenables (en particular, el ampliamente criticado anuncio de la ‘‘nueva normalidad’’), así como otras iniciativas que no tuvieron la implementación más adecuada (como la falta de distinción entre empresas en la ‘‘Ley de Protección al Empleo’’ y la ayuda a familias vulnerables en forma de cajas de mercadería en vez de transferencias directas). Sin embargo, ello no obsta el cuestionamiento que, en otros ámbitos, merecen agentes no gubernamentales como la oposición, la banca, los medios de comunicación o, más abajo en la jerarquía social, las propias personas en sus decisiones diarias. No es de sorprender que para una concepción asistencialista del gobierno, la última columna de Carlos Peña (‘‘Las razones del desastre’’) sea tan dolorosa: ésta recuerda la gran responsabilidad que en el aumento de contagiados le cabe a los ciudadanos que, pudiendo hacerlo, no han obedecido las órdenes y recomendaciones de la autoridad.
Nadie es completamente inocente y nadie es enteramente culpable. La búsqueda deliberada de unos pocos culpables esconde la intención perversa de mantenerse en una sospechosa inocencia
Nadie es completamente inocente y nadie es enteramente culpable. La búsqueda deliberada de unos pocos culpables esconde la intención perversa de mantenerse en una sospechosa inocencia. Una adjudicación razonable de responsabilidades (y de tareas y desafíos futuros) considerará, desde luego, al gobierno y al Estado del que forma parte como uno de los principales encargados de mejorar la situación. Pero no olvidará que el éxito de esa mejoría no depende enteramente de su gestión. Para superar esta crisis se requerirá de la contribución al bien común de todos los agentes (estatales y no estatales) que conforman la comunidad nacional.
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anysur
bien común…enseñarlo, empieza por casa, es una oportunidad que el aparato educacional debería aprovechar, mas que entregar muchos apuntes con contenidos curriculares, entregar textos con valores/conceptos a debatir en familia,aparte que estos tienen sus buenos errores, y no hay nadie que los clarifique.Aunque lo mejor es el ejemplo, el entorno….que les damos, pero a la vez carecemos en este encierro.