Tomasso Campanella y Tomás Moro idearon en el siglo XVI lo que sería una ciudad perfecta; paz, hermandad, oportunidades y justicia social eran apreciables en su máxima expresión. El primero la llamó Ciudad del Sol; el segundo, Utopía. Los escasos lectores de la época —conscientes de encontrarse ante una propuesta idílica— propagaron su lectura con el exclusivo fin de utilizarla como guía comunitaria emblemática del sentido cristiano de una sociedad justa.
Aldous Huxley y George Orwell, en el siglo XX, retomaron la tradición literaria ocupada de la conformación de las sociedades y publicaron, con escaso optimismo, Un mundo feliz (1932) y 1984 (1949), retratando lo que a su juicio sería nuestra sociedad en menos de un siglo. Los escasos lectores de nuestra época propagaron y recomendaron su lectura, sin certeza respecto a la veracidad futura de dichos vaticinios.
Como las obras de Huxley y Orwell no eran registrables precisamente en el campo semántico de la palabra utopía, no quedó más que inventar para ellas un antónimo donde refugiar su sentido: distopía.
Sabemos, por cierto, que una de las grandes fatalidades previstas por Huxley se cumplió: nuestra sociedad es adicta a los psicofármacos (soma). Estamos expectantes, sin embargo, respecto de si serán alguna vez los seres humanos creados a gusto de los padres con capacidades y características especiales, siendo clasificables en grupos.
Sabemos, a su vez, que una de las grandes aberraciones premonitorias de Orwell se cumplió: efectivamente, los artefactos tecnológicos pueden resultar esclavizantes. Pero su segunda predicción —por lejos la más aterradora— ha fallado, tendiendo exactamente a lo contrario.
La peor pesadilla de 1984 consistía en que el desarrollo tecnológico no fuera utilizado por la ciudadanía sino contra ella, propiciando las grandes dictaduras —la dictadura del Gran Hermano— donde el Amo era capaz de vigilar e interactuar con todos y cada uno de los ciudadanos a través de pantallas instaladas en espacios públicos, salones y dormitorios.
Afortunadamente, todo apunta a que Orwell erró en este punto.
Erró porque la experiencia del desarrollo tecnológico comunicativo en la segunda mitad del siglo XX señala que el uso de Internet, lejos de conferir un poder dictatorial a los gobernantes, ha otorgado el poder a cada uno de los ciudadanos de vigilar que el actuar de las autoridades sea lícito. Toda la corriente occidental de nuevas regulaciones de transparencia institucional vía Internet apunta a ello. Erró, además, porque con la expansión y velocidad de las nuevas formas de comunicación social se ha hecho aún más difícil concentrar el poder, posibilitándose a los pueblos informarse y manifestar su descontento. En síntesis, Internet ha sido la gran herramienta para que el electorado controle a las autoridades. Lo contrario, como bien predijo Orwell, podría acarrear resultados inimaginables.
Por eso, que un gobierno monitoree redes sociales me parece peligroso.
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Foto: Gran hermano / Licencia CC
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