Sentirse indignado, a primera vista, significa estar enojado. Pero una segunda mirada demuestra que estar indignado significa sentirse desprovisto de dignidad. Para comenzar una explicación respecto al fenómeno resulta imprescindible manejar ambas acepciones conjuntas.
El conocido movimiento español ha manifestado como consigna “nosotros no somos anti-sistema, el sistema es anti-nosotros”, dando una primera pista en cuanto a la orientación del problema: el sistema debe surgir de nosotros (el colectivo), y si no surge de nosotros (es decir, surge de determinados grupos particulares) entonces —piensan— es susceptible de ser desconocido. El planteamiento es consecuente con la teoría moderna de justicia política: los pueblos deben darse sus propios gobiernos.
Pensar que la serie de movilizaciones estudiantiles y paros se debe a una batalla campal organizada subrepticiamente por políticos desorganizados que perdieron el gobierno puede ser cierto, pero en ningún caso resulta ser el fondo. El malestar nacional, sabemos, no apunta a un determinado sector político sino a una ira (la palabra aquí ya no es desencanto) para con todos los políticos. Ese es el meollo del asunto, aquello es lo que no debemos desatender.
¿Es esta ira razonable?
El artículo 5 inciso 1° de nuestra Constitución dispone: “La soberanía reside esencialmente en la Nación. Su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta Constitución establece. Ningún sector del pueblo o individuo alguno puede atribuirse su ejercicio.”
Me atrevería a decir que el malestar generalizado de los chilenos —es decir, la indignación— radica en esto: el ciudadano chileno no ve en la vida cotidiana nada que le haga pensar que está ejerciendo la soberanía, y mucho menos que ésta recaiga en la Nación. Teniendo herramientas funcionales (posibilidad real —¿?— de candidaturas y derecho a sufragio), no parecen éstas cumplir con el rol para el cual han sido estatuidas por el artículo 5, esto es, para permitir que el pueblo ejerza su soberanía en conjunto con las autoridades que la Carta establece.
Cuando una Nación durante años ve erosionada su actividad ciudadana trabajando, pagando impuestos, yendo a las urnas, respondiendo encuestas, para luego votar por el candidato X viendo año a año como crece la brecha entre lo que el ciudadano realmente quiere y como X en definitiva maneja el país, se indigna. Es decir, se siente políticamente inútil e irrelevante, y pierde su sentido de dignidad ciudadana. Y eso, cuando se acumula por años, produce rabia.
Que la educación sea un bien público o un bien de consumo y las medidas que se tomen como consecuencia de ello resulta incluso no ser la génesis del conflicto. Eso explica por qué el problema no se solucionó con una significativa inyección de fondos. Sí estoy de acuerdo, sin embargo, en que es la consecuencia más directa de la problemática que nos presenta el artículo 5 inciso 1°.
La ciudadanía busca empoderarse mediante una soberanía que en la letra de la ley fundamental les pertenece. La clase política, por otro lado, intenta convencer que sí es posible continuar descansando la realización del bien común en ellos, es decir, bajo el sistema en que se ha ido formando Chile —y este argumento tradicional no es menor— al menos desde la Constitución de 1833.
La sensibilidad colectiva ciudadana está enojada porque la brecha entre lo que ellos quieren para Chile y lo que la clase política acaba decidiendo en las políticas públicas no hace sino aumentar y aumentar, disociándose. Y cuando ello se extiende en el tiempo se construye un sistema —como dirían los españoles— que está contra nosotros. Entonces, lo consecuente sería que el artículo 5 de nuestra Constitución dispusiere: “La soberanía radica en la Nación, pero su ejercicio corresponde a la clase política”. Eso es lo que vemos. Eso es lo que nos indigna.
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Foto: Marcha Confech / Licencia CC
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