Los sucesos ocurridos en los últimos meses en nuestro país, sumado al cúmulo de expectativas que provoca el proceso para dar cuerpo a una nueva constitución, me han empujado a reflexionar políticamente sobre nuestro pasado y presente (dictadura, transición y actualidad). He intentado plasmar ideas que se agolpan en mi espíritu de hombre común, de ciudadano común, desde hace tiempo.
Si es posible albergar algo de esperanza, esta yace en el hombre y mujer común, en aquellos que, en estos últimos meses, han golpeado una cacerola, han salido a manifestar su descontento, han marchado, han participado en asambleas populares, a los que han empujado la rueda del cambio social
El fin abrupto del gobierno de la Unidad Popular y el exterminio al que fueron sometidos los partidos de izquierda a partir del once de septiembre de 1973 no es únicamente el término de un proyecto político sino la conclusión de cualquier posibilidad real de lograr transformaciones sociales que abrieran las grandes alamedas para las clases populares. De esta manera, la izquierda que surgió tras la dictadura se moldeó a partir de su propia derrota, o dicho de otra forma, tuvo que aceptar el triunfo de la contrarrevolución y de la institucionalidad que se originó a partir de ella. De esto resultó una “no izquierda”, despojada de su proyecto transformador histórico. Esta situación fue vista como necesaria para poder jugar en la nueva cancha política que había instaurado Pinochet y los tecnócratas que lo asesoraban. No había vuelta atrás, y una muestra de ello es el triunfo de la retórica «histórica» acerca de la responsabilidad de la propia izquierda en el quiebre democrático y actuar de las fuerzas armadas tras el 11 de septiembre de 1973 (¿Es posible pensar que las víctimas que sufrieron violaciones de los derechos humanos, son responsables de su propio calvario?)
El estallido social de octubre, como se ha venido a denominar los eventos ocurridos a partir del dieciocho de octubre del año pasado, supone la posibilidad de terminar con la herencia de la dictadura y romper las ataduras que tenían sujeta a la izquierda desde hace décadas, es decir, enterrar el legado de Pinochet. A mi parecer, no tenemos que pecar de optimismo y dejarnos llevar más por sueños que por la realidad. Se necesita más que una nueva carta constitucional para cambiar el orden de cosas imperante. Los golpistas de 1973 pronto se dieron cuenta que era indispensable dejar sentadas las bases para la creación de un “nuevo hombre” con una nueva “espiritualidad” basada en el individualismo, el consumismo, la certeza de lo inutilidad de público y la creencia en la promesa de que la pobreza tiene una de sus mayores causas en la falta de esfuerzo personal y no en condiciones estructurales del modelo económico. Sin un cambio en este fenómeno, la nueva constitución se asemeja más a letra muerta. No obstante, quizás se está abriendo una pequeña ventana que permita ir avanzando en cambios más profundos. Todo ello está por verse.
Profundizando en lo anterior, la idea de una nueva constitución que dé esperanzas a un nuevo pacto social tiene sentido sólo si va aparejado de un cambio en la clase política, especialmente en los partidos que se denominan de izquierda. Sin ir más lejos, el desencanto de lo público que aqueja a la sociedad civil es su responsabilidad: ellos, con más razón, son los que deberían impulsar que la esfera pública se haga cargo y resuelva los problemas de la ciudadanía. No es posible olvidar que la «izquierda» que pactó con la élite empresarial, se dio cuenta que no era difícil deshacerse del paradigma de la lucha de clases para cambiarlo por reuniones gerenciales, lobby, sueldos millonarios, una fe ciega en las privatizaciones, con la conveniente amnesia por la falta de justicia por los compañeros torturados y caídos durante la dictadura, sin dejar de mencionar su ceguera a los problemas causados por la inequidad. Por su actuar no hay que guardar esperanza alguna en ellos. Este punto es lo que debiera preocuparnos más, en conjunto con el oficialismo han buscado desprestigiar al movimiento social («la violencia intolerable») para hegemonizar la conducción del proceso en un sentido «democrático e institucional», a sabiendas de lo estrecho de nuestra democracia, y que es precisamente la incapacidad de ella para resolver los problemas sociales lo que ha tocado fondo.
Si es posible albergar algo de esperanza, esta yace en el hombre y mujer común, en aquellos que, en estos últimos meses, han golpeado una cacerola, han salido a manifestar su descontento, han marchado, han participado en asambleas populares, a los que han empujado la rueda del cambio social, a los abusados por el poder, a los explotados por el modelo, a los cansados de la injusticia. Posiblemente ellos pueden lograr que nuestro país cambie para mejor.
Comentarios