Durante los últimos meses hemos sido “bombardeados” por uno de los eventos noticiosos más relevantes en la arena política internacional, la llegada a la presidencia en uno de los países más poderosos del orbe, de un personaje que amenaza con subvertir los principios fundamentales de la democracia: Donald Trump. Sin ir más lejos, sesudos analistas de los más variopintos sectores políticos han realizado todo tipo de analogías entre el nuevo presidente estadounidense y los peores autoritarismos del siglo recién pasado. Trump, cual anticristo, es la encarnación de todos los flagelos del mundo. No pretendo que esta columna vaya en esa dirección, sino más bien, dirigirme a un punto subyacente que no ha sido suficientemente destacado: Trump no es el problema más importante que tendremos que enfrentar en los próximos años. Al menos no el de fondo.
No podemos responsabilizar a Trump de ser el causante de los problemas antes señalados, ni siquiera se le puede reprochar el haber competido por alcanzar la presidencia de los Estados Unidos, es la propia sociedad civil la que lo ha ungido.
Por mucho tiempo, una de las líneas que siguió el desarrollo de la política fue la búsqueda del bienestar del conjunto social. Búsqueda ingenua se podría decir hoy, no obstante, la Revolución Francesa, punto esencial en el desarrollo político contemporáneo, se planteó como un movimiento universal que sería convergente para la humanidad: derechos y libertad para todos. No se puede desconocer que ese principio, al menos en el papel, se fue haciendo extensivo paulatinamente a la institucionalidad de numerosos Estados, no sin dificultades, contradicciones y revoluciones de por medio. No fue un proceso perfecto, pero permitía albergar esperanzas de un mañana mejor. Aunque, al comenzar el siglo XXI, estos principios parecen haberse ido al tacho de la basura: el legado de la Ilustración y la certeza de la superioridad de la razón (fuentes de la Revolución Francesa) están siendo desterrados. Las guerras, el terrorismo, el fundamentalismo, el nacionalismo, por nombrar sólo algunas, ¿serán el pilar ético de la convivencia humana futura? La razón y el deseo de progreso para la comunidad fueron sustituidos por el miedo atávico al otro, por reacciones emocionales destempladas propias de una jungla urbana.
No podemos responsabilizar a Trump de ser el causante de los problemas antes señalados, ni siquiera se le puede reprochar el haber competido por alcanzar la presidencia de los Estados Unidos, es la propia sociedad civil la que lo ha ungido. Pareciera que el peor monstruo no está allá afuera, sino en cada uno de nosotros. Si miramos hacia Chile, podríamos descubrir a cientos que encajarían con el perfil de Trump adaptado a la realidad nacional. Nadie está libre de pecado se podrá decir, siempre ha existido el arrepentimiento. Lo terrible empieza cuando todo tipo de prejuicios se transforman en la base para construir leyes y proyectar el futuro de la comunidad y del Estado. Lo terrible es cuando los ciudadanos son los que optan por la política del miedo sin pensar en las consecuencias, o ellas les resultan indiferentes. El destino colectivo se desdibuja ante una suma de voluntades individuales dispersas, pero temerosas y beligerantes.
Es evidente que la promesa de “libertad, igualdad y fraternidad” no se hizo extensiva a todas las personas, que el corazón de la élite dirigente es frágil ante la corrupción del dinero, la comodidad material y el hedonismo. La indignación del ciudadano corriente tiene explicación, pero es un callejón sin salida si es que no se logra proyectar algo más que rabia hacia los espacios públicos: tendremos a muchísimos Trump proliferando en cada esquina, matones dispuestos a golpear al más débil del vecindario sólo para reafirmar una sensación de “poderío”, convencidos de que eso es el estándar para enfrentar las relaciones internacionales y los disensos internos ¿Queremos levantar muros entre naciones, recelar de los inmigrantes, criminalizar a los más pobres simplemente por serlo y naturalizar la violencia contra los más débiles como forma válida de arreglar el “decadente” estado de cosas? Todas estas reflexiones cobran sentido si consideramos la proximidad de las elecciones presidenciales criollas, las que vendrán, por cierto, acompañadas de muchas promesas y medidas correctivas, no todas compatibles con un pleno Estado de derecho ni con el respeto a las libertades de los individuos.
Como pocas veces quiero errar, pero es posible que seamos testigos del ocaso de la democracia. No como forma de elegir y legitimar a los gobernantes, sino de los principios éticos que la han sustentado. Seguiremos votando, convencidos que ese único ejercicio asegura una democracia plena. Sin embargo, al mismo tiempo, se instala la creencia de que el enemigo está en nuestro patio, que los gobiernos constitucionales son impotentes, que casi nadie sirve y que el fin de los tiempos está cerca ¿Hay salvación para los ideales democráticos, los que tras décadas de incesantes luchas, hemos buscado instaurar, no siempre con éxito? De Ud. y yo depende que ellos tengan futuro.
Comentarios