Entonces, justo entonces, ocurrió un milagro. Un papelito escrito en rojo ofrecía no sólo un alegrón de antología a un país completo, sino que era una cuadriculada tabla de náufragos a la que se podía echar mano de inmediato. Y así se hizo.
¿Ve la foto que encabeza esta columna? Mírela bien. Sí, seguramente ya ha visto antes el papelito usado, la caligrafía clarita, el cuadriculado, el pedazo de espiral. Seguramente lo reconoce. Ahora, le pido que se fije en el logo de la parte inferior derecha. Sí: es el logo “temporal” del gobierno de Chile y, déjeme ayudarle, dice “Presidencia de la República”. Es un regalo que ha llegado al sitio en el que trabajo, así como ha llegado a un montón de otros sitios que el Gobierno considera “relevantes”.
Un souvenir.
Por supuesto, no es el original. Es un escaneo que hace parecer que el papel está envejecido, que el Presidente comparte con nosotros un trofeo de guerra. Como este, hay decenas. Quizás centenas. Es parte del marketing que este Gobierno ha armado en torno al próximo rescate de los mineros.
A uno no debería sorprenderle, pero le sorprende, el descaro con el que se hace usufructo político de una situación ante todo desdichada, aunque lo olvidemos. Una situación que remite a la desprotección en la que trabajan miles de chilenos y chilenas cada día. Una situación vergonzosa, mucho antes que feliz, aunque la publicidad mediática nos haga perder de vista que no asistimos a una fiesta, sino a la resolución de algo que jamás debió ocurrir.
Nada de esto, por cierto, es casual. Las cosas no han llegado hasta este punto porque sí nomás.
Entonces, justo entonces, ocurrió un milagro. Un papelito escrito en rojo ofrecía no sólo un alegrón de antología a un país completo, sino que era una cuadriculada tabla de náufragos a la que se podía echar mano de inmediato. Y así se hizo. Hay quien dice que a los mineros los encontraron temprano, pero esperaron a que el Presidente mostrara el papel y recibiera, junto con su ministro de Minería, los vítores por la proeza.
Cada dos por tres, el Presidente mostraba ante las cámaras el cada vez más hualtrapiento papel. Cuentan que lo andaba trayendo, como quien anda con la estampita o un crucifijo para la popularidad. Incluso
en Wall Street, el Mandatario no pudo escapar a su compulsión y lo mostró a los ojos del mundo, en medio de un desafortunado discurso que mostraba el heroísmo de unos y la cobardía de otros que, en cambio, insistían en atentar en contra de sus propias vidas (léase, comuneros mapuche).
Están los que le creen. Y estamos los que tenemos plancha ajena.
Están los que apelan a la sensibilidad extrema de un mandatario de corazón cristiano y bondadoso. Y estamos los que no podemos más de hastío frente al montaje tipo
wag the dog que un Gobierno sin programa ha ensamblado para hacernos olvidar lo importante y dejarnos con la emoción irreflexiva y la sonrisa boba del que no se da cuenta cómo le han dado vuelta la película.
En una sociedad hipermodernizada, hipermercantilizada, hiperfragmentada, donde cada persona está sola con su sueldo insuficiente, donde uno sortea como puede las precariedades laborales y humanas en las que estamos insertos, donde todos estamos solos ante un sistema en el que, sin embargo, hay unos pocos que siempre saben unirse para defenderse entre ellos; en esta sociedad digo, claro que la porfiada vida de los mineros es un triunfo. Claro que los que somos, sujetos frágiles ante una maquinaria bien aceitada, vestida de “sentido común”, nos emocionamos viendo que otros pobres diablos iguales a nosotros, sobrevivieron, pudieron, movieron a una nación.
Abusar de este justo vínculo emocional, sin embargo, es un modo de prepotencia que logra embaucar por la fuerza de la imagen y constituye una violencia orquestada comunicacionalmente que hace doler la guata.
Habrá quienes enmarquen el regalo de la Presidencia como un triunfo. Yo lo denuncio. Porque es vergonzoso que, aun ahora, aun en estas circunstancias, los medios y el gobierno sigan, con más o menos luces, con más o menos excusas, abusando con tal impunidad del destino de sus trabajadores.
Da vergüenza que, una vez más, las desgracias de los pobres sean instrumento propagandístico del poder.
Da pena ver nuestra gente y sus tragedias reducidas, en manos del Gobierno, a un pobre souvenir.
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