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Oportunidades y libertad de elegir en educación

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Ricardo Lagos, Michelle Bachelet y Joaquín Lavín usaron el eslogan de la igualdad de oportunidades en algún momento de sus campañas presidenciales. Pareciera un lugar común dentro del discurso político de nuestras democracias liberales, una frase o concepto pirotécnico, pero cuyo significado es difícil de compartir. Por sobre todo, pareciera una carta bajo la manga que cuestiona la idea (o ideal) de la ‘igualdad para todos’ y la transforma en la idea de la ‘igualdad como elección individual,’ como si las oportunidades fuesen un repertorio común al que todos intrínsecamente tenemos acceso.

 

Cuando hablamos de igualdad de oportunidades en educación, políticos y parte del mundo académico juegan con eventos y abstracciones que indican qué oportunidad(es) se ha(n) tenido: procedencia escolar, ingreso familiar, puntaje SIMCE, puntaje PSU, acceso a educación superior privada/pública, años de egreso de carreras, crédito universitario, renta después de egresar, acreditación de instituciones y carreras, y últimamente ‘semáforos’ de la calidad y liceos de excelencia, entre otros. Esos indicadores representan descripciones del utilitarismo del proyecto país en educación que cruza la mente de tantos que nos quieren hacer ver que somos ‘un país desarrollado.’ Con toda la información disponible se confunden los diagnósticos con los objetivos educativos y sociales, a la vez que se operacionaliza la oportunidad en función de ellos. Por ejemplo, ¿es una oportunidad, un diagnóstico o un objetivo el obtener más de 650 puntos en la PSU? ¿Es una oportunidad, un diagnóstico o un objetivo el calificar para el crédito privado con aval del Estado para estudiar en una universidad?

Lo cierto es que las oportunidades no son solo eventos, o tiempos en que se abre la posibilidad más cierta de que un objetivo se cumpla. Las oportunidades pueden ser vistas como la visualización de un beneficio a partir de la acumulación histórica de experiencias que permiten esa interpretación. Ello implica que el mismo evento no sea interpretado como oportunidad siempre, y por cierto esa interpretación sea siempre dependiente de la experiencia. Por ejemplo, ¿qué oportunidad se le presenta a una persona en el evento de ver una billetera con dinero botada en la calle? ¿Qué oportunidad se le presenta a una persona al ver un libro frente a sus ojos en una sala de clases? ¿Cuál sería la oportunidad que se observa después de un desastre como el terremoto del año pasado? Ninguno de esos eventos puede ser interpretado sin un marco histórico, sin una visión moral, y sin cuenta de las circunstancias y actores que rodean (o preceden) al evento. Las oportunidades entonces no son eventos, sino el producto de la interpretación de éstos en función de la experiencia.

Nuestro sistema de educación, particularmente con la idea de las escuelas subvencionadas y universidades por doquier, puede ser visto por muchos como un gran sistema de oportunidades para elegir donde estudiar. Mientras más instituciones existan (para elegir), más igualdad de oportunidades tendríamos. Al elegir, y particularmente cuando lo que elegimos son experiencias como en el caso de la educación, lo que se hace es excluir todo lo que no se ha elegido y eliminarlo de nuestra experiencia, eliminarlo del marco que nos permite hablar con los mismos significados. Elegir es una práctica excluyente, y aún más cuanto más opciones existan. Cuando esa elección se correlaciona con otros elementos, por ejemplo el ingreso familiar, lo que empieza a dibujarse es ese término tan temido por muchos de decir: las clases sociales.

Evidentemente otros elementos pueden jugar como informantes de la experiencia, por ejemplo las oportunidades de excluir (o elegir), que dependen del sexo o género (si no me cree vaya a alguna escuela de enfermería, una de pedagogía y otra de ingeniería y vea qué tal están las diferencias de género, y luego compare cuánto ganan los egresados de esas carreras). Lo notorio es que un grupo social es un grupo porque quienes caen en esa categoría comparten experiencias similares, y por tanto sus miembros probablemente interpretan los eventos de forma diferente a otro grupo y actúan sobre ellos en base a esa interpretación.

Hay evidentes diferencias en las experiencias de las personas como parte de grupos sociales. Muchas de ellas son imposibles de resolver mediante los mecanismos limitados de inclusión social que ofrecen las democracias liberales, particularmente con esa defensa tan acérrima de la libertad como letra escrita en un papel de derechos, sin consideración a la historia o a contextos sociales, y por su defensa también acérrima de los mercados como mecanismos de inclusión.

Pero si hay algo que está al alcance de la mano de nuestros políticos (aparentemente no de nuestra democracia), eso es el diseño de la convergencia de las experiencias, su expresión más allá de las transacciones del mercado. En educación, ese diseño es y siempre será la educación pública. Lo demás es un escondite para marcarse como diferente, para reducirse a expresiones marginales, elitistas e individualistas, y, por sobre todo, para reducir el espacio sobre el cuál crear la inclusión e interpretar la igualdad de oportunidades.

Mientras más públicos sean nuestros problemas, mientras más podamos compartirlos, más sentido de pertenencia social podremos otorgar al significado de la idea de igualdad de oportunidades y a la misma democracia. Mientras más privatizados estemos, más le creeremos a ese grupo de tecnócratas que, basados en el argumento instrumental y privado de la educación, solo ven en nuestra experiencia educativa el control técnico de la administración de nuestras sociedades. No se trata de uniformar a los individuos, sino de transformar la experiencia en algo común. No puede haber igualdad de oportunidades sin igualdad de experiencias. No puede haber igualdad de experiencias sin un sistema de educación pública sólido e inclusivo.

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Foto: Pontificia Universidad Católica de Chile / Licencia CC

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