En lo personal, creo que he aprendido muchísimo más de los niños que de los adultos. De los adultos he aprendido a entender el mundo tal y como está; de los niños he aprendido que el mundo no tiene por qué seguir siendo así.
Las diversas manifestaciones de literatura universal han recibido innumerables apellidos. Algunos de ellos son de tipo geográfico: Literatura Latinoamericana (escrita por autores latinoamericanos), Literatura Griega (escrita por griegos), Literatura Africana, etc. Otros apellidos tienen que ver con el contexto histórico en las que surgieron: Literatura Antigua (escrita en la Antigüedad), Medieval, Renacentista, Contemporánea, etc. Puede, incluso, tener apellidos referentes a un grupo de escritores agrupados bajo características similares: Literatura del boom latinoamericano o Literatura beat. En todos los casos, estos apellidos tienen que ver con el contexto del productor a la hora de escribir el libro, y nunca con el público destinado a leerlo. De ser así, tendríamos serios problemas para definir, por ejemplo, qué es la Literatura Latinoamericana: ¿escrita por o dirigida a latinoamericanos?
No deja de resultar inquietante preguntarse entonces: si los niños comenzaran a escribir sus propias historias y estas fueran justamente valoradas, publicadas y difundidas ¿Cómo podríamos llamar a ese tipo de literatura, si ya existe el nombre de Literatura Infantil? ¿Literatura “Escrita por Niños”, acaso? La Literatura Infantil (y la Juvenil por extensión) es el único caso en que el apellido lo da el consumidor y no el productor o su contexto.
Existen variadas definiciones de lo que es o lo que debería ser la Literatura Infantil. A mi parecer, todas están erradas. Porque la Literatura Infantil, como tal, no existe. Lo que existe es una Literatura Escrita por Adultos y Regulada por el Mercado Dirigida a los Padres y Educadores de los Niños. En caso de gustar esta literatura a los receptores (padres, educadores en general), puede llegar a los niños, y ellos podrán valorar, para sus adentros, la calidad de esa literatura. Porque de todos modos, su crítica no tendrá ninguna influencia en lo que deban leer la próxima vez.
Y a eso hemos llamado, tranquilamente, Literatura Infantil. Evidentemente, un eufemismo que esconde la verdad: que los últimos en la cola productiva del sistema literario de la LIJ son los niños.
Razones para esto no faltan, e incluso muchas son bastante lógicas a priori. Pero la razón fundamental de que llamemos Literatura Infantil a algo que de Infantil tiene, realmente, un porcentaje mínimo, es que, digamos lo que digamos, no creemos en los niños. Creemos en nosotros, en los adultos. No importa que hacia donde uno dirija la mirada vea miseria, hambruna, pobreza, guerras, envidia y violencia: seguimos creyendo en que somos los llamados a educar a los que son la esperanza del futuro. ¿Quién nos da ese derecho, el derecho a educar? ¿Quién valida que los adultos son los indicados? Nadie, por supuesto. De hecho, todo lo contrario: una rápida ojeada al mundo actual deslegitima a todos los adultos, porque en mayor o menor medida, son responsables del desastre. Y sin embargo, creemos que tenemos el derecho y el deber de transmitir valores, visiones, conocimiento, historia.
Yo no pienso así. Pienso que lo que deberíamos hacer es sentarnos a escuchar a los niños, que tienen la mente abierta, que todavía son capaces de imaginar un mundo mejor, que cuando mienten lo hacen porque creen que dicen la verdad (“¡Vi al viejo pascuero!”), y que son, en fin, los únicos capaces de decirnos hacia dónde debería ir el mundo. Pero en vez de eso, les damos nuestra visión del mundo a través de la supuesta Literatura Infantil.
Una literatura, cualquiera que sea, no puede depender nunca del Mercado. Sobre esto, dice Liliana Bodoc, escritora argentina de LIJ: “La literatura no puede sumarse, sin más, a las propuestas del mercado: rapidez, facilidad, se usa y se tira, no duele, no salpica, no pesa”. Esto es efectivo, pero creo que es aún más grave cuando se trata de los libros dirigidos a los niños. Su literatura –que como he dicho, no me parece que sea realmente suya– está regulada por el mercado que inventamos los adultos, por las instituciones que inventamos los adultos. Si los obligamos a ellos a ingresar en nuestros paradigmas (cuyos resultados prácticos, además, son deprimentes): ¿Por qué es tan impensable que entremos nosotros en los suyos, aunque sea como un ejercicio esporádico de humildad y apertura? En lo personal, creo que he aprendido muchísimo más de los niños que de los adultos. De los adultos he aprendido a entender el mundo tal y como está; de los niños he aprendido que el mundo no tiene por qué seguir siendo así.
El escritor e investigador cubano Joel Franz Rosell me parece muy lúcido cuando dice que “toda obra maestra de la literatura infantil es el resultado de un descubrimiento, de una invención, de una revelación, de un compromiso del espíritu del autor – inevitablemente un adulto– con las esencias y posibilidades de lo humano que se revelan a través de los niños”.
Coincido plenamente en que la única forma de escribir algo muy cercano a lo que creo que deberíamos entender por Literatura Infantil es internándose, de forma sincera, arrojada y sin tapujos, en la esencia de lo que es ser niño. Estoy de acuerdo en ello, pero no en que el autor deba ser “inevitablemente un adulto”. ¿Por qué? ¿Por qué cerrar las puertas de lleno a la creación literaria infantil, a la Literatura Infantil propiamente tal? ¿Qué es lo que nos asusta encontrar ahí?
Agrega Rosell que “la literatura infantil ha debido luchar a lo largo de su historia, de poco más de tres siglos, contra la instrumentalización, contra su utilización como medio de educación, de armonización social, de transmisión de una concepción del mundo”. No tengo ninguna duda de ello, pero aunque se afirme y se demuestre que los paradigmas de la LIJ han cambiado (creación de personajes más complejos, apertura a nuevas formas de narrar, etc.), lo cierto es que el problema que plantea Rosell no va a desaparecer mientras la literatura de los niños esté en manos de los adultos y de todo su mundo institucional, económico y social. Es innegable que se pueden rescatar muchas cosas de los cambios de paradigmas en la LIJ, como su mayor complejidad o su opción preferente por las historias cotidianas, pero estos cambios responden a los cambios sociales que impulsan los adultos. Por tanto, lo que hay es una nueva forma de entender el mundo que se quiere traspasar a los niños, pero todavía no nos hemos detenido a decirles a ellos que escriban ellos mismos el mundo que quieren leer.
Para acercarse a la mente de los niños y escribir historias que los representen, los autores se las ven negras para sacarse de encima su adultez inevitable. Dice Teresa Colomer (investigadora catalana de LIJ) al respecto: “La literatura infantil y juvenil actual ha intentado resolver esta cuestión creando auténticas voces infantiles a partir del uso de formas del lenguaje características de los niños y adolescentes”. Es indudable que se hace un esfuerzo, y a veces bastante certero, pero pienso que planteamos mal el tema desde el comienzo. No es el adulto el que debe pensar como niño para entregarle una historia, sino que el niño debe pensar como niño y contar su historia, y el adulto pensar como adulto para ser un mediador en la escritura y captar los problemas de redacción, de ortografía (del código, finalmente) que pueda tener esa historia, de modo de poder universalizarla y hacerla legible para todo el mundo.
No creo que exista la Literatura Infantil como tal, al menos no con ese nombre, pero sí creo que existen algunos acercamientos. Cuando un niño le pide a su padre que le cuente la historia de un caracol que perdió sus anteojos, y el padre debe improvisar (porque esa historia no existe, o al menos él no la conoce) para satisfacer a su hijo, me parece que nos acercamos a la Literatura Infantil. Acá no existe el Mercado, y podemos pensar que la Institución existe sólo en su grado mínimo. Es el niño el que propone lo que quiere escuchar o leer.
Algunos cuentacuentos han intentado hacer de sus funciones un espacio de creación infantil, con muy buenos resultados. Antes de finalizar la función, les dicen a los niños que contarán la historia de… Y entonces los niños, naturalmente, gritan cuál es la historia: ¡La historia de una rana! ¡De un circo! ¡Su propia historia, tío! “Bien, en el circo en el que yo trabajaba vivía una rana que…” Y los niños vuelven a gritar: “¡que era feliz! ¡Que tenía diez patas!”
La historia, generalmente muy graciosa, es creada por los niños y sintetizada por el narrador. Creo que son formas, no las únicas ni necesariamente las mejores, pero formas al fin, que pueden seguir siendo utilizadas para crear una verdadera Literatura Infantil. La literatura de los niños, y no de los adultos dirigida –muy indirectamente, además– a los niños.
¿Propongo con esto que se eliminen para siempre las historias creadas por adultos para los niños? Por supuesto que no. A mí me encantaban los cuentos que me contaban o leían mis padres cuando era pequeño, y sin duda han colaborado en que yo sea, hoy en día, un buen lector. Lo mismo le debe ocurrir hoy a los niños de hoy. Tampoco seré tan demagogo como para decir que lo que debe pasar es que los niños derrumben este mundo y construyan uno nuevo. No. Pero sí podemos escucharlos y hacerlos parte, desde ya, de la construcción del mundo en el que vivirán. Después, como siempre, ya será demasiado tarde.
Porque se trata de creer en ellos. Se trata de confiar en ellos. Se trata de aceptar que son la esperanza del mundo, y que nos toca mucho más a nosotros aprender de ellos, que a ellos de nosotros, porque visto está que no hemos cumplido la labor de hacer este mundo un mejor lugar para vivir y para soñar.
PD: Si conoce iniciativas que fomenten la literatura escrita por niños, le agradezco que pueda informarnos de éstas a través de su comentario.
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