Aún cuentan algunos viejos de Valparaíso de ese alemán medio loco que construyó el primer Submarino de Chile, y que en su primer día de prueba un poco más lejos de la costa, se hundió. La historia es cierta, su nombre era Karl Flach, y diez hombres iban con él. Corría el año 1866.
El alemán, dicen, no era un aparecido, fue un ingeniero exitoso radicado en Valparaíso, que había fabricado cañones de retrocarga, toda una novedad para la época, y dado el asedio de la bahía del puerto por parte de la armada española, cualquier nuevo aporte resolutivo, y con urgencia, era más que bien recibido; para la realización de tamaña empresa entonces, se tenía en cuenta además el hecho de que Alemania era una potencia militar que ya tenía su propio submarino.
La nave en cuestión, hecha totalmente de fierro con escotilla, un largo de 12,5 metros y un peso de 100 toneladas, era impulsaba a propulsión humana, o sea, con pedales, los que movían sus dos hélices. Pero lo importante es que contaba con dos cañones, aunque no tenía periscopio, por lo que cada tanto el buque debía salir a la superficie para saber si iba en la dirección correcta. Pero aquello era un simple detalle, era una poderosa máquina de ingeniería alemana. A pedales.
El ingeniero estaba exultante y preso de su propio entusiasmo. No sólo no hizo caso a las recomendaciones del capitán de fragata del puerto, sino que se llevó a su hijo de 14 años a ese fatídico viaje, incluso intentó que lo acompañara una de sus tres hijas, lo que fue impedido por su señora esposa. Fue la última vez que se le vio a él, a su hijo, a la tripulación completa, y al submarino. Según los registros oficiales de la época, el ingeniero no dio avisó de este ensayo a la capitanía de puerto, y para colmo la máquina se había sumergido sin siquiera amarrar una boya a su casquete, por lo que no existía la menor señal de dónde pudiera estar. Simplemente no escuchó los consejos del oficial naval a cargo, ni otros argumentos más entendidos que los propios. Subió a su nave, sin ninguna experiencia en el tema, tan solo sobre cargado con su frenético entusiasmo, se embarcó, cerró la escotilla, sin periscopio, sin ver ni oír alrededor, y nunca más se supo. Al día siguiente, bajo el título «Desgracia lamentable», la crónica relataba en detalle la tragedia: «Ya está perdida toda esperanza; aquellos desgraciados han perecido víctima de su arrojo y de su falta de previsión (…) El constructor de la embarcación es un padre de siete hijos, el mayor de los cuales tendría unos catorce años, y lo acompañaba en su arriesgada empresa. Queda una viuda en el más absoluto desamparo. Esto es desgarrador».
La historia en ocasiones se escribe con paradójica sabiduría, de tal suerte que en la mayoría de los casos no estamos aptos para oírla ni entenderla; y lo que es peor, por no querer hacerlo, incluso por argumentos tan miserables como el pensar que el sentarse a oír es una muestra de debilidad que no se ve nada de bien. Se cuenta que aquel asedio de 1866 por parte de la armada española a Valparaíso se debió al antiguo Incidente de Talambo, de 1863, en el que una escuadra científica y diplomática española recorría las costas americanas y se produjo una pelea entre peones españoles de una hacienda y un terrateniente peruano Manuel Salcedo, lo que acabó con dos muertos y varios heridos. Las noticias que llegaron a la flota, y posteriormente a España, fueron confusas y exageradas, por lo que el Gobierno español solicitó explicaciones. La falta de entendimiento entre el Gobierno peruano y el enviado español, unido a la información errónea proporcionada por éste a la escuadra, llevó a la ocupación española a territorio peruano. Chile se hizo parte y apoyó a Perú. Valparaíso, una ciudad aún en nacimiento para el 31 de marzo de 1866, y sin ningún tipo fortificación militar acorde a un enfrentamiento bélico, recibiría por parte de la armada española la descarga de unas 2.600 granadas; se calcula que las pérdidas ocasionadas fueron de cerca de 15 millones de pesos, una cifra gigantesca para aquella época.
Han pasado más de 140 años de historia, y ya nadie se acuerda del ingeniero Flach, ni de su obtusa aventura. La historia en ocasiones se escribe con paradójica sabiduría.
Hoy, entre tanto caceroleo, que no oía desde las antiguas protestas nacionales de los ochenta, unas de las 22 que fueron necesarias entre otras cosas para que el militar tuviera que admitir que él no era tan lindo como se imaginaba, y que la cosa no estaba nada de bien, ahora, me acuerdo de ese antiguo y desgarrador episodio del ingeniero de Valparaíso. Me pregunto si sus herederos pensarán si habrá valido la pena su obtuso furor.//
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