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La falacia de la inmigración como causal de delito

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Los lamentables enfrentamientos entre connacionales en la plaza de armas de Santiago y Arica, producto del fallo de la Corte Internacional de Justicia, dejaron entrever lo peor de la sociedad chilena: el racismo. Para cada quien, la violencia étnica en contra del inmigrante en general y el peruano en particular, será postura cultural marginal, focalizado en algunos pocos chilenos. Sin embargo, se podría esgrimir en forma válida, que la discriminación dirigida al extranjero suele ser tácita. En la cotidianeidad, sin estímulos de por medio, se retrotrae; basta, por el contrario, un estímulo determinado con costos asociados para concretarla en la acción. De este modo, emergen relaciones antojadizas del inmigrante con la inseguridad pública, en las formas de criminalidad contra las personas y la propiedad. Ese sujeto externo es depositario de la prostitución, tráfico de drogas, robo, hurto, homicidio y sensación de inseguridad, entre otros.

En definitiva, se establece una correlación causal entre inmigración e inseguridad pública. En otras palabras, que a mayor o menor cantidad de inmigrantes, mayor o menor delincuencia asociada. Los inmigrantes presentarían una incidencia delictiva significativa en relación a la población nacional.

Un primer antecedente. Según el Censo 2012 – consideremos sus datos, en lo que a población total se refiere, de manera relativa pero como punto de referencia válido-, del total de la población nacional, esto es poco más de 16.500.000 de habitantes, el 2,4% corresponde a extranjeros. Desagregado y en orden decreciente los inmigrantes proceden de Perú, Argentina, Colombia, Bolivia y Ecuador. Al 2013, se contabilizaron 398.251 extranjeros residentes, según estadísticas de la División de Población del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas (2013). Chile fue el país que más creció por concepto de inmigración a nivel sudamericano desde 1990, año en el cual solo se contabilizaron 107.501 extranjeros en suelo nacional.

La procedencia y origen étnico de la población penitenciaria de un determinado país es uno de los argumentos utilizados para justificar lo que se supone es una relación causal entre inmigración e inseguridad. De este modo, si una proporción de origen étnico externa privada de libertad  sobrepasa la media de aquellos nacionales en igualdad de condiciones, se demostraría que los inmigrantes tendrían una incidencia delictiva importante (Herrera – Lasso y Artola, 2011).

Algunos pensarían que en países donde los procesos migratorios están intrínsecamente ligados al tema de seguridad nacional, pública o fronteriza, según sea la óptica de la autoridad competente en materia de políticas públicas, como es el caso de Estados Unidos y su problemática, infundada por cierto, respecto de la “ola café” (Huntington, 2004), la población carcelaria inmigrante sería igual, superior o, por lo bajo, significativa respecto de la nacional. Sin embargo, la realidad pareciera no converger con esta pretensión. No habría causalidad entre la inmigración, inclusive ilegal, y los índices de criminalidad en la potencia mundial. Un estudio publicado por la American Immigration Law Foundation demuestra que la tasa de encarcelamiento es cinco veces mayor entre estadounidenses que entre extranjeros.

La situación chilena viene a corroborar esto. En base a datos presentados por los organismos de orden, seguridad y justicia, sintetizados en una presentación del Centro de Estudios de Derecho Penal de la Universidad de Talca (Salinero, 2012), el promedio de detenidos extranjeros en ínfimo. Según estadísticas de Carabineros,  en el período 2006 – 2011 el número de detenidos extranjeros fue de 6.700 con un índice promedio de 1,3% en relación al total de detenidos. Para la Policía de Investigaciones, el promedio fue de 3,131 detenidos con un índice promedio de 4,5% en el mismo período de tiempo. La Defensoría Penal Pública consigna que entre 2008 y 2012, el índice promedio de imputados fue de 9,7% (1.575) del total de ingresos extranjeros.  Finalmente, Gendarmería de Chile revela que la población penitenciaria inmigrante alcanzó un promedio para el período 2002 – 2012 de 4% respecto del total.

Tal como formulan Herrera – Lasso y Artola,  no existe evidencia empírica alguna que demuestre que la inmigración en general represente o haya representado un riesgo per se o una amenaza para la seguridad pública de los Estados.

Ahora bien, la inmigración puede tener correlación causal con la inseguridad pública de manera directa, si y solo si los inmigrantes que llegan a Chile son prófugos de la justicia o, de otro modo, son personas cuyo propósito explicito es delinquir (Swing, 2012). Un ejemplo es el crimen organizado transnacional en su figura particular de narcotráfico o trata de personas.  A partir de lo que se deprende de las encuestas de victimización de mayor importancia o continuidad temporal (Paz Ciudadana –  Adimark y ENUSC) y de las agencias policiales nacionales, esta modalidad delictiva no se ha desarrollado en Chile, al menos a la escala de los países del triángulo norte (El Salvador, Guatemala y Honduras). El proceso inmigratorio en si mismo de ningún modo constituye una amenaza a la seguridad.

Por otra parte, existe una relación causal entre inmigración e inseguridad pública en su manera indirecta mediante una variable intermedia. Esto es, si a la falacia causal ya mencionada –inmigración conlleva inseguridad–  agregamos esta variable adicional, en efecto, la inmigración podría traer consecuencias negativas en la seguridad urbana objetiva y subjetiva de ciudadanos nacionales y extranjeros. Esta tercera variable clave corresponde a la vulnerabilidad socioeconómica.

Antes de seguir, consideremos los siguientes datos. Las zonas de residencia de personas nacidas en el extranjero según país de nacimiento son la comuna de Santiago para argentinos y ecuatorianos; zona sur para colombianos; zona oriente para europeos y estadounidenses; y zona norte para peruanos (CASEN 2009). En esta línea, las comunas del norponiente de Santiago son las que concentran mayor presencia peruana: Independencia, Estación Central, Recoleta, Lo Prado y Quilicura. Si esta información la cruzamos con la tipología tradicional utilizada para clasificar la sociedad en grupos socioeconómicos, encontraremos que estas comunas se ubican en los segmentos C3 y D, es decir, un nivel socioeconómico medio bajo.

Las comunas del sur, surponiente y norponiente comparten, de manera relativa según el territorio particular que se trate, ciertas variables socioeconómicas, a saber: pobreza, trabajo e ingreso precario, desigualdad, desempleo y segregación residencial. Tomando en cuenta, como ya se dijo,  que estos sectores son el destino de gran parte de inmigrantes que recalan a territorio nacional, a excepción de europeos y norteamericanos,  no es extraño por tanto concluir que tanto chilenos como extranjeros son susceptibles a ser cooptados por las dinámicas delictivas que desde estos contextos de precariedad brotan.

La relación causal entre inmigración (A) e inseguridad (B), como aquella entre pobreza (A) y delincuencia (B) son sencillamente falacias. Por el contrario, agregar una tercera variable (C) – socioeconómica – sería el criterio indicado para explicar el porqué de la incidencia delictiva del inmigrante y del chileno que habita en contextos de precariedad. Una explicación plausible en esta línea, mínimo, consideraría tres (o más) variables y no solo dos.

Hasta aquí, el panorama realista de los hechos se aclara un poco, a la vez que se aleja del “sentido común” de ese prototipo de chileno discriminador en determinadas coyunturas y a partir de ciertos estímulos. Empero, y según el Informe Regional de Derechos Humanos 2013 – 2014 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (2013), las variables socioeconómicas –ingreso, pobreza, desigualdad y empleo– causarían conductas delictivas solo de manera relativa y no en términos absolutos como a primeras la lógica podría establecer. Las variables de índole socioeconómica serían necesarias pero no suficientes. Existiría otro factor determinante, derivado del elemento socioeconómico, en el inicio y desarrollo de la actividad criminal y violenta en contextos de pobreza: la capacidad de consumo. Pero primero veamos las causalidades que el mencionado informe cuestiona. Estas son:

a. El ingreso precario es causa de actividad delictiva: Entre países con un ingreso promedio de US$5.000 – 10.000, el 25% de ellos tiene tasas de homicidio por sobre 10 cada 100.000 habitantes. En países con un ingreso promedio menor a US$5.000, solo un 13% tiene altas tasas de crímenes mortales (2013; 17)

b. Altos niveles de pobreza provocan altos niveles de delincuencia: Tanto Honduras como El Salvador tienen altos niveles de pobreza con altas tasas de homicidio; Bolivia y Paraguay, en semejantes condiciones de pobreza, tienen las tasas más bajas de la región en lo que a homicidio se refiere (2013; 17).

c. La desigualdad provoca delito y violencia: La disminución de la desigualdad no ha reflejado una disminución en el delito y violencia. Teniendo Costa Rica y Paraguay un coeficiente de Gini de 0.51,  este posee una tasa de robo de 18 por cada 100.000 habitantes mientras que aquel una de 975 cada 100.000 habitantes (2013; 19).

d. Menores niveles de desocupación causan niveles bajos de delito: La correlación es baja. La mayoría de los internos en reclusión (60% para Chile) trabajaban al mismo tiempo que delinquían. El robo se constituía como una actividad generadora de ingresos complementaria y no sustituta (2013; 22).

A manera de síntesis, y como muchos estudios lo avalan, queda desmentida, por una parte, la causalidad inmigración-inseguridad y, por otra, pobreza–delincuencia. A la vez, los puntos enumerados plantean empíricamente la posibilidad que la variable socioeconómica entendida en su conjunto, esto es en su forma multidimensional, sería la causal de delito. Pero además, se incluiría la capacidad de consumo como elemento relevante.

Este elemento de consumo da origen al delito aspiracional (PNUD, 2013). Este se constituye por una divergencia entre las expectativas de consumo ampliadas en el último tiempo en diferentes sectores sociales y una falta de desarrollo y estancamiento en la movilidad intergeneracional –el origen económico y social de los padres y el entorno social donde se nace definen el futuro-  del individuo: “la capacidad de consumir se convierte en un factor clave en la percepción sobe la condición social”.

En resumidas cuentas, la inmigración de ninguna forma constituye por si sola causal de delito. Si insistimos, por el contrario, en el “sentido común” de algunos y otros,  el único resultado posible, como lo comprueba la cotidianeidad, será mayor violencia en su forma de discriminación y racismo frente al inmigrante. En esta línea estaremos contribuyendo a la segregación étnica, territorial y social con sus consecuencias para la vida y expectativas de los involucrados.

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Foto: Wikimedia Commons

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