Habitar la urbe parece, a toda vista, algo complejo. El hacerlo no involucra coparla de habitantes que consuman la oferta disponible, sino que, muy por el contrario, significa crearla a la vez que nos crea. Para David Harvey (2008), el habitar la ciudad y su consecuente calidad de vida es más que la libertad individual de acceder a recursos urbanos; es por sobre todo “el derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad”; considerando además la esencia social del ser humano y su tendencia a lo gregario, » la transformación depende inevitablemente del ejercicio del poder colectivo para remodelar procesos de urbanización” (Harvey, 2008:23).
Precedentemente, Friedrich Engels se hizo cargo de la cuestión urbana. Expresaba y planteaba críticamente a la urbe, aunque de manera implícita, ya no como un ente estático, material, efecto de lo humano, disociado del desarrollo del «ser» del habitante, sino como un elemento constitutivo del propio proceso de construcción de identidad; un efecto a la vez que causa.
Ya a mediados del siglo XIX, esbozaba, y no sin asombrosa concordancia con la actualidad, la situación humana en la nueva ciudad industrial; crecimiento y modernización urbana dispar con su correlato humano de desigualdad objetiva entre habitantes dependiendo de su ubicación en el entramado social; burgueses en un prototipo de urbe determinado en tanto trabajadores en otro. El tejido unitario, recursos urbanos que gestan «la» ciudad, era un armazón heterogéneo y diversificado de realidades tanto materiales como económicas y culturales. La ciudad tenía y tiene el imperativo capitalista, de conjugar, como tal y en la medida de su tarea, la diversidad en función de uno o escasos elementos constitutivos de esa misma heterogeneidad.
En esta línea, Engels (1845) daba testimonio en «La situación de la clase obrera en Inglaterra», que la opulenta y media burguesía para trasladarse a sus oficinas podía «atravesar todos los barrios obreros sin darse por enterados de que están junto a la mayor miseria». Es de perogrullo preguntarse: ¿Existe algún símil entre aquella realidad decimonónica industrial y el Santiago actual? De haber alguno ¿Que desafíos plantea a la comunidad política?.
En el Área Metropolitana de Santiago (34 comunas) reside el 35,10% del total de los habitantes del país, de los cuales el 11,7% vive en la pobreza, según estadísticas del SINIM al 2011; se estima que al 2030 el total de habitantes aumentará a 8 millones aproximadamente.
Dentro del mismo Gran Santiago, se ubican las 3 comunas con peor y mejor Índice de Calidad de Vida Urbano (ICVU) de todo el país: San Ramón, La Pintana, Lo Espejo, por un lado, Vitacura, Las Condes y Providencia por otro (ver Orellana 2013). Este contraste, tiene su semejanza en el criterio de densidad poblacional, en donde las comunas del mismo nivel que las primeras poseen, por lejos, una mayor densidad de habitantes por Km2 que las segundas. La conjugación de número de habitantes y densidad poblacional plantea el problema del suelo disponible y, como es obvio, de la planificación territorial.
Consecuentemente a esta aglomeración urbana, al 2006, el 49,92% de la población del Gran Santiago se desplazaba diariamente, dentro de su comuna de residencia, a otra comuna o provincia de la región e incluso a otras regiones, por motivos de trabajo o estudio, según consigna el último Censo disponible; el tiempo máximo y mínimo de viaje en día hábil era de 95 y 23 minutos, respectivamente. Al día de hoy, no ha variado en demasía. Además, según datos de la Secretaría de Planificación de Transporte, al 2030 el 65% de los viajes se realizará en automóvil particular, lo que aumentará la congestión y por tanto el tiempo de viaje en transporte público que se estima en 40 minutos adicionales aproximadamente.
No hay duda que en el actual proceso de explosión urbana de las urbes en proceso de metrópolis, las que ya lo son o aquellas definitivamente denominadas como postmetrópolis globalizadas, la distribución de áreas verdes juega un papel relevante en el nivel de calidad de vida; se constituyen, quizás, como una de las pocas trincheras que van quedando desde donde sacudirse de la lógica estrictamente neoliberal global. Sin embargo, Santiago queda al debe.
De las 34 comunas del Gran Santiago, según el Informe del Estado en Medio Ambiente (2011), sólo 8 superan los 9 m2/hab. recomendados por la Organización Mundial de la Salud (OMS); la comuna con mayor superficie de áreas verdes per cápita es Vitacura (56,2 m2/hab.) y la de menor es El Bosque (1,8 m2/hab.). Como se debe suponer, esta última pertenece al grupo de las comunas con peor ICVU, junto a las 3 mencionadas mas arriba.
No cabe duda que la proyección urbana del AMS no es de lo más esperanzadora de seguir todas las variables que inciden en la calidad de vida de manera constante. Una de las propuestas, cada vez con mayor espacio en el debate público, versa sobre la necesidad de un nuevo acuerdo institucional que sea capaz de gestionar los nudos críticos propios de la urbanidad: un Gobierno Metropolitano para el AMS.
Siguiendo la lógica de contrastes que nos muestra este índice, el PNUD (2012) dio a conocer que las comunas del sector poniente de Santiago, tales como Cerro Navia (87,9%), Lo Prado (83,7%) y Quinta Normal (78,9%), son las áreas que registran mayor nivel de percepción del smog. Tal cual lo han planteado una serie de estudios, no es extraña la correlación significativa entre la condición socioeconómica de los barrios y la distribución espacial de la contaminación.
La disparidad en seguridad comunal, tratamiento de residuos, educación, entre otros pueden también enunciarse a la par de los ítems mencionados y como parte del problema.
No cabe duda que la proyección urbana del AMS no es de lo más esperanzadora de seguir todas las variables que inciden en la calidad de vida de manera constante. Una de las propuestas, cada vez con mayor espacio en el debate público, versa sobre la necesidad de un nuevo acuerdo institucional que sea capaz de gestionar los nudos críticos propios de la urbanidad: un Gobierno Metropolitano para el AMS. Esta nueva institucionalidad deberá, ante todo, poseer legitimidad política, social y funcional y como resultado, gobernabilidad.
La primera consiste en generar instrumentos democráticos y consensos políticos entre los actores. Por esencia, gran parte de las políticas que expresan como objetivo estratégico la transformación de la lógica anterior en un área determinada, tienen un claro componente técnico, pero ante todo político. Esto se refiere a la capacidad de distribuir el poder entre los antiguos y nuevos actores desde un previo orden institucional, por esencia más acotado, a otro nuevo de mayor amplitud. Lo que podría ser, por ejemplo, un Alcalde Mayor o Superior involucraría una clara demostración de democracia, al ser estos de elección directa. Sin embargo, dificultaría el consenso político necesario en cuanto involucraría un contrapeso al Presidente, ya que, inevitablemente, con capitalización electoral de por medio, significaría una plataforma presidencial de facto.
La generación de identidad y participación componen lo que se entiende por legitimidad social. Acá tiene relevancia si la nueva orgánica hace uso de niveles político – administrativos ya existentes o, por el contrario, crea otros. Un nuevo ordenamiento dentro de los limites comunales o regionales, tiene una carga identitaria muy diferente a uno supracomunal que involucre redistribución de atribuciones y competencias. Para las organizaciones de representación de la sociedad civil, participar en espacios institucionales con antecedente histórico es bastante diferente a adecuarse a otras que no tienen una base a nivel cultural.
Junto a lo anterior, la legitimidad funcional se refiere a la capacidad de diseñar e implementar políticas territorialmente de manera eficiente e eficaz. El consenso político y una gestión dentro de espacios administrativos de referencia, supondría un nuevo acuerdo institucional, aunque si bien no óptimo, con amplio margen de gobernabilidad.
A fin de cuentas, el principal objetivo de una autoridad metropolitana es la de mejorar la calidad de vida de los habitantes de la metrópoli. A la vez, no se entiende el mejoramiento de esta si no es a través de una administración coherente pero ante todo desde y con la participación democrática y vinculante de las estructuras de la sociedad civil, en su mas amplia representación.
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