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La decisión de Hinzpeter: cebollas para la masas

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El viernes 13 de mayo, pasadas las nueve de la noche, una docena de suboficiales de carabineros estaban doblados por su vientre en el bandejón central de la Alameda, paralizados por efectos de los gases. Simplemente no podían perseguir a nadie. Frente a la casa central de la Universidad de Chile los uniformados lloraban, moqueaban, hacían arcadas y se acomodaban desesperados las amarras de sus cascos, forzados a mantenerse en pie en medio de los piedrazos y de más gases y bombas lacrimógenas que arrojaban sus colegas oficiales desde los zorrillos. Lo mismo había ocurrido una hora antes con los civiles y también con otros tantos carabineros de a pie en calle Portugal.

Todo esto, ambos enfrentamientos, mientras Hinzpeter seguramente tomaba té en su poltrona de La Moneda y daba instrucciones a los oficiales por teléfono.

La situación frente al ex edificio Diego Portales -en la entrada del Metro UC- fue realmente exagerada frente a la pasividad que tenía el acto y para el que la sufrió fue una verdadera emboscada para partir la marcha. Habían adolescentes que nunca habían sido protagonistas de una situación de ese tipo y, sobre todo niñas, que cayeron al suelo tomándose el pecho o la garganta, haciendo ejercicios inútiles por volver a respirar. Para todos, ese desesperante efecto lo estaba haciendo sentir el Gobierno de Chile, cuando todavía faltaba más de una hora para que concluyera oficialmente una marcha autorizada hasta las 21:00 horas.

En medio del espectáculo de combate y las escenas de ahogo de la Alameda, se podía hacer un flashback y elucubrar que, tal vez, así también murieron los dos aspirantes a carabineros que recibían instrucción a comienzos de febrero, noticia conocida por todo el país: recibir una descarga exagerada de estos gases sí es para perder la conciencia y tal vez morir, podía pensar cualquier persona que se estuviese ahogando en la estación Universidad Católica.

El tema es que, por lo visto, es bastante simple para un oficial adrenalítico y deseoso de acción -como se vio-, decirle al ministro del Interior que los manifestantes se están desbordando y pedir instrucciones para desmantelar la manifestación. No desviarla: disolverla de frentón.

El pasado viernes nadie comenzó un ataque a carabineros, pero un oficial insistió por cerca de una hora a los manifestantes -por un megáfono- en que no se atacara más a los policías, mientras no caía una sola piedra y el guanaco chorreaba cortas y provocadoras meadas sobre la gente. Y el oficial insistía. Y así estuvieron 30 mil personas, inmóviles, entre las siete y las ocho de la noche escuchando a este oficial, recibiendo escupitajos de agua lacrimógena y esperando algo tan simple como seguir circulando hacia La Moneda.

Seguramente ese día alguien no quería que se viese la magnitud que traía esta protesta pues, en el preciso momento en que se informó que eran más de treinta mil las personas que marchaban, con rapidez se ordenó el bloqueo en la Alameda. Seguramente para alguien sería incómodo ser interrogado por el jefe y quedar en entredicho ante los pares. Seguramente es difícil reconocer, con todo el aparataje disponible, que no estaba previsto que el asunto tomara la magnitud que finalmente tomó ese 13 de mayo y que podría tomar este día viernes.

Es necesario reiterar la idea de que la magnitud de esto no gustaba a alguien porque cualquier autoridad a cargo de la seguridad interior, con dos dedos de frente, debería tener claro que dirigir esa masiva marcha hacia el palacio gubernamental no tomaría más de quince minutos a pie desde la Universidad Católica, en vez de la hora que finalmente se perdió con solicitudes inútiles a través de un megáfono policial y la posterior revuelta.

Hay que insistir. Los manifestantes sólo querían eso: marchar por la Alameda y llegar a la plaza de la Cultura, tal como lo quisieron el viernes pasado. ¿Es eso un crimen? En el momento en que un pseudo estratega de Interior decidió desviar una marcha de 30 mil personas, quizás por la simplona razón de restablecer rapidito el tránsito vehicular, se generó artificial e irresponsablemente un conflicto que bien podría haber terminado en un crimen.

Está claro que los integrantes de esa marcha y de la que se desarrolló el viernes 20 son jóvenes civiles sin experiencia en cómo se hace sentir la disconformidad a la escala que se está llegando. ¡No lo saben! Pero, ¿dónde están los políticos de fuste que sí? Luego de casi dos décadas de indiferencia ante lo político –con excepción de la marcha de los pingüinos y algunos centelleos universitarios-, no puede pedir la autoridad que el hastío generalizado que provocó la decisión de SEA de Aysén -y los años de resignación por otras tantas decisiones "erróneas"-, tengan un grado de organización mayor al que está teniendo.

No es responsabilidad de los manifestantes defenderse de un chorro de agua provocador, de enfurecerse por sentirse ahogados o de repeler el golpe de unas latas de gas, situación que los medios tradicionales acostumbran a omitir en sus reportes. Las decisiones del gobierno están provocando las reacciones de la gente y si hay menores o adultos lesionados será por reprimir lo único que va quedando por encima de la resignación: el legítimo derecho a la desobediencia civil.

Si el ministro del Interior hubiese estado allí hace una semana, tal vez habría entendido el sentido que están tomando las marchas, más allá del tema ambiental. Si Hinzpeter no fuera Hinzpeter, tal vez entendería el real significado de caminar por la Alameda y no por donde habitan las bolas del perro, que es lo que busca el gobierno cada vez que quiere minimizar actividades de este tipo. Si Hinzpeter hubiese estado ese viernes en medio de las lágrimas,  el humo y los mocos, tal vez -y sólo tal vez-, se habría acomodado sus gafas de caricatura para pedir un alto al fuego y hacer el simple ejercicio que pedían carabineros y civiles: respirar.

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