Cuando todavía tenemos en nuestra memoria la firma de polémico acuerdo por la paz y una nueva constitución, firmado por la mayoría de los partidos políticos en la madrugada del 15 de noviembre, sin la participación de las organizaciones sociales ni las bases partidarias, y en la que se veía a los/las líderes de la derecha con un rostro de evidente disgusto, a dos meses del evento ha quedado clara la intención mayoritaria de la derecha de rechazar la posibilidad de cambiar la Constitución del 80. Entre los argumentos esgrimidos por la derecha que no han dudado en utilizar un lenguaje que no es propio de una actitud democrática. Es especialmente revelador el discurso utilizado diversos representantes de la derecha que hasta hace poco hacían gala de haber superado el pasado y de haber adoptado posiciones más moderadas, pero hoy no dudan en decir que no se puede redactar una Constitución a partir de lo que plantea la voz de la calle.
El problema de la derecha no es nuevo, se basa en el temor a la pérdida de privilegios económicos que tienen asegurados con la actual Constitución.
Han recurrido nuevamente a las mismas descalificaciones efectuadas al candidato de la Nueva Mayoría en las últimas elecciones presidenciales, respecto de que su propuesta de gobierno iba a convertir al país en un Chilezuela, o estrategias como calificar a la oposición de “golpista”, uno de los conceptos más odiosos debido a la historia reciente, por intentar hacer uso de una de las pocas herramientas de que dispone el parlamento para resguardar que el ejecutivo se ajuste en su actuar a lo establecido en la Constitución y el respeto de la institucionalidad vigente. También se les ha visto recurrir a burdas mentiras, como acusar que el acuerdo que abrió la puerta al cambio constitucional fue obtenido bajo la amenaza de violencia por la situación que atravesaba el país luego del levantamiento social del 18 de octubre, y que por lo tanto la futura Constitución carecería de legitimidad, argumento extraño si pensamos que la actual Constitución surgió de una dictadura, elaborada entre cuatro paredes y aprobada con un plebiscito fraudulento, sin registros electorales.
Han recurrido a todo tipo de descalificaciones y manipulaciones, dicen que la nueva Constitución pondrá en riesgo a la familia y los valores de la sociedad occidental cristiana. En primer lugar resulta una acusación absurda, porque el acuerdo suscrito estipula que los acuerdos deben ser obtenidos con dos tercios de los sufragios, por lo que nadie podrá imponer en el articulado constitucional absolutamente nada, al menos en las elecciones del órgano constituyente, la derecha sea derrotada tan dramáticamente, que obtengan menos de un tercio de los comisionados.
El problema de la derecha no es nuevo, se basa en el temor a la pérdida de privilegios económicos que tienen asegurados con la actual Constitución. Y es que el contenido de la futura Constitución no puede lograr avances en los derechos sociales, laborales y económicos, debido al quórum requerido, y a los que la derecha siempre se ha opuesto y cuando ha podido ha tratado de reducirlos. Pero tampoco tienen garantizado que aquellos enclaves constitucionales que hasta ahora les ha permito tener un país a su servicio, socialmente desigual y con una concepción de la ciudadanía despolitizada, vinculada al consumo y sin riesgo de generar alternativas más democráticas.
Pero, esta actitud podría en el corto plazo jugar en contra de la propia derecha, ya que una posición tan extrema, puede ayudar a aglutinar a la izquierda y los partidos de centro, entorno a un discurso más democrático, unión que hasta ahora ha sido esquiva.
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