Ocurre siempre al hablar de meritocracia en Chile. Con argumentos que van y vienen, ya no para seducir o convencer al otro de las propias ideas sino para clavar bandera, testimonio de triunfo. Como si debatir no fuera un momento de aprendizaje mutuo sino una batalla de aniquilación.
Todos hemos vivido aquello.
No es por exculparse, pero un sistema competitivo y no colaborativo permea indefectiblemente la forma en que vemos el mundo. Podrá ser motivante, pero la constante contienda agota y normaliza la ansiedad. Y en ello nada de sano ni deseable hay.
Es en esos espacios de debate cuando quienes adscriben a una visión ganadora de la vida lanzan el tradicional e hipotético recuerdo de los padres de barrio pobre que trabajando 18 horas al día, con dos o tres empleos, cuidando niños ajenos, lavando mugres que no son propias ni de los suyos, lograron sacar adelante a sus familias. Y donde, como ejemplo cúlmine, tienen uno, dos o más hijos profesionales.Cuando vemos a un niño caminar 10 kilómetros para ir a clases, nos deben preocupar los mensajes elogiando su empeño. Que la emoción no nos impida ver la omisión social y la vulnerabilidad implícita en la imagen.
Y esta historia se repite hasta el cansancio, como si esto demostrara que el éxito en la vida (material, por cierto) está asegurado solo trabajando hasta que las fuerzas no dan más.
El caso de los hijos de Sebastián Piñera y su viaje a China ha reabierto esta discusión. De los jóvenes Sebastián y Cristóbal, que cuando el primero tenía 15 y el segundo 13, en 1997, ya contaban a su haber con un patrimonio individual de $ 520 millones. Y siete años más tarde, tanto ellos como sus dos hermanas aparecían en la sociedad Inversiones Odisea Limitada, formada por su padre, con una inversión cada uno de $ 4.495 millones.
Pero más allá de la familia Piñera, que mucho se ha dicho al respecto, hay otras aristas necesarias de relevar.
No es posible medir el éxito de las políticas públicas desde la excepcionalidad. Si en ese barrio pobre del principio solo una familia sale adelante, mientras la mayoría permanece en situación de carencia, la sociedad en su conjunto no está haciendo bien su trabajo. Porque eso es hacer sociedad, actuar en colectivo. Lo otro son grupos de personas viviendo físicamente juntas.
Y desde lo individual, no es correcto permitir la vulneración por necesidad. Ejemplo es que la ley en Chile establece que la jornada laboral no puede superar las 45 horas semanales y que nadie puede trabajar más de 10 horas diarias. Esto, como una forma de proteger a los trabajadores y trabajadoras que por precariedad están dispuestos a aceptar condiciones laborales injustas. Nadie debiera congratularse por personas que debido a la carencia están disponibles para que se lesionen sus derechos.
Cuando vemos a un niño caminar 10 kilómetros para ir a clases, nos deben preocupar los mensajes elogiando su empeño. Que la emoción no nos impida ver la omisión social y la vulnerabilidad implícita en la imagen.
Las historias de esfuerzo son necesarias, hermosas. Aquello está claro. Pero no lo suficiente para naturalizar lo que no debiera ser normal. Lo que hay que cambiar, superar, ya que de eso, precisamente, trata el avance de una sociedad.
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