Es que cuando un discurso se instala en el imaginario simbólico de una sociedad es muy difícil extirparlo. Agrandar el combo es una metáfora de la instalación del precio como mediador de la relación con casi todo lo que nos rodea
¿Estarías dispuesto a pagar el doble del precio normal de un pasaje de metro -hoy diríamos $1.400- por un viaje expreso con asiento garantizado y aire acondicionado en una suerte de vagón exclusivo para quienes puedan cancelar ese precio? Esa fue la pregunta que hice a mis amigos de Facebook hace algunos meses. Argumentos a favor y en contra de la idea se desplegaron intensamente con alusiones a la democracia, citas a Pericles y a Sandel y frases del tipo: «yo tengo derecho a pagar por lo que quiera, para eso trabajo y me gano mi plata».
Las dos posiciones frente a la propuesta se resumen así: por una parte algunos defendían la idea del Metro como un espacio de encuentro cívico, una tangibilización de la igualdad intrínseca a la condición de ciudadanos, un lugar donde ricos y pobres están expuestos a un viaje bajo las mismas condiciones. En términos prácticos, se decía que una empresa pública no puede fomentar prácticas que segreguen a los usuarios en función del precio que pueden pagar. Por otra parte, los defensores de la idea aludían a la libertad de elegir -cómo no- y a la posibilidad de subsidiar el pasaje de quienes no podían pagar el vagón VIP con el excedente generado por ellos mismos, algo así como un sistema de reparto donde en vez de que jóvenes que subsidien a viejos, los con mayores recursos subsidian a los con menores recursos.
Una idea (¿disparatada?) que nos obliga a preguntarnos: ¿Todo tiene un precio? ¿Cuándo sí y cuándo no? ¿Cuáles son los límites de la lógica de mercado? ¿Por qué no nos escandaliza un café a $3.500 y sí la posibilidad de diferenciar precios en el transporte público? ¿Cuál es el precio del río Puelo? ¿Deben los bienes naturales someterse también a la lógica de mercado? ¿Quién, en último término, debe responder a todas estas preguntas?
¿Qué es el precio? Un modo de relacionarnos con el mundo compuesto por las cosas -y hasta personas- que nos rodean. Una pieza clave en la economía de mercado. El precio es la distancia que hay entre lo que no tenemos y lo que deseamos tener.
Quienes nacimos en los ochenta, crecimos en los noventa y estuvimos expuestos a la comida rápida desde la más tierna infancia adquirimos el hábito de agrandar el combo. Qué fácil era por $300 tener un vaso más grande y un cucurucho más inflado. ¿Para qué? Da lo mismo. Parecía estúpido negarse a la pregunta ¿desea agrandar su combo por $300? La oferta no resistía cuestionamiento y he ahí el principal problema: de algún modo y en cierta etapa del desarrollo de la economía de mercado el precio se instaló cómo único mediador entre lo que no se tiene y lo que se desea tener. Sumado a esto, el acto de eliminar la distancia con el objeto de deseo -consumo o el acto de consumir- ocupó un lugar protagónico en el imaginario simbólico al presentarse como el principio organizador de los fines humanos según la lógica vivir para estudiar, estudiar para trabajar, trabajar para consumir.
En este escenario mercantilista resulta muy difícil comprender y valorar ideas que fueron sumergidas por el lenguaje capitalista pero que hoy reflotan con fuerza arquimídea: la educación y salud como derechos sociales, el espacio público como un lugar de convivencia cívica o la diversidad como parte de la calidad en educación.
Es que cuando un discurso se instala en el imaginario simbólico de una sociedad es muy difícil extirparlo. Agrandar el combo es una metáfora de la instalación del precio como mediador de la relación con casi todo lo que nos rodea. Acaso la obesidad de los estadounidenses -inventores del modelo- sea un síntoma de lo enfermiza que puede resultar esta práctica llevada al extremo. Hoy en día el sexo, la ropa, la vivienda, la salud, la educación, la previsión, la compañía y muchas otras cosas más tienen un precio. «La vida humana no» dirán algunos. Pero ¿qué es la «vida humana»? ¿Un concepto abstracto escrito en manuales de ética o las condiciones concretas de vida de cada uno de los seres humanos, únicos con nombre y apellido, o si se quiere, de los ciudadanos?
Es bueno que recordemos que las cosas no tienen un precio de manera intrínseca, sino que éste sólo responde a una manera de entender la sociedad -el capitalismo- donde el precio actúa como mediador con el entorno y, de paso, satisface un deseo profundo también instalado en nuestra sociedad: el deseo de diferenciación. Es este deseo lo que está en la base de las ideas de copago y selección o, si me apuran, en la idea de «calidad» que defiende la derecha respecto a la reforma educacional. En el fondo el precio es la respuesta a un deseo de diferenciación que encuentra su límite cuando reconocemos que sólo puede diferenciarse aquello que previamente se reconoce como semejante. En efecto ¿de dónde proviene el deseo de diferenciarse del otro si ya a primera vista somos diferentes? La respuesta es de un imaginario simbólico, que ha instalado la legitimidad del otro en la idea de éxito o el tener por sobre el hecho de simplemente ser.
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