El Parlamento o Congreso chileno vive un momento complejo: sus congresistas viven involucrados en nuevos infortunios derivados del uso y abuso que estos hacen del binomio poder-economía que pareciera que el sol desvela con más afán a diario.
El debate que sostienen a día a día (hoy interrumpido) es cada vez menos tecnificado y profesionalizado y la legislación expedida de sus esferas se desajusta más y más con lo que la ciudadanía vive como facticidad social. El parlamento chileno, así, aparece como una institución (núcleo y piedra angular del sistema democrático) que cada vez se le critica con más vehemencia por las personas. Este fenómeno, que en último momento es un juicio crítico, logra aunarse con la enraizada crítica negativa que la ciudadanía perpetra de la democracia. El pensador italiano Zagrebelsky decía en este sentido: «(…) nuestro tiempo no es el de la exaltación de la democracia, sino el de su crítica, una crítica que ha desenmascarado despiadadamente sus flaquezas, sus opacidades y engaños. Sin embargo, todos se declaran demócratas» (Zagrebelsky, 1996: 10).Es lamentable que el Congreso entienda que «el pueblo ha muerto», porque si este ha muerto, entonces; sus relatos y su pulsión partera de historia también se van con él.
Sobre este último punto, es decir la legislación divorciada con la realidad social que sanciona el Congreso, es sobre el que quisiéramos tratar fugazmente. Hay un pensador (posestructuralista), Baudrillard, que crea una conceptualización ingeniosa que recibe el nombre de «Huelga de los acontecimientos» es decir «los acontecimientos están en huelga», «nada nuevo pasa y pasará». Esta noción es controvertida, pues supone decir que «la historia y los relatos han terminado, han muerto», y que el sujeto de ella no las constituye en el caso de estos (los relatos y la historia). Pues bien, es esta noción de la realidad y de lo político (en último momento) que logra desprenderse de la frase de Baudrillard, la que impera actualmente en las esferas del Congreso chileno. Propondremos algunos ejemplos para explicarnos mejor:
La ley de fortalecimiento de la democracia. La ciudadanía, desde un buen tiempo a esta parte, y con justa razón, ha repudiado la relación malsana existente entre el poder político y el económico. Hay abusos importantes que se han ido desvelando en el anterior sentido, como la «lealtad canina», llamada así por el rector Carlos Peña en una columna publicada en diario El Mercurio. De Longueira hacia Contesse cuando el primero le soplaba el avance logrado detrás de la tramitación de la reforma tributaria, cuestión tratada por recientemente por el diario The Clinic, por solo citar un ejemplo de entre muchos. A pesar de esas opiniones críticas que la ciudadanía hacía saber, el Parlamento votó hipócritamente a favor del secretismo de aquellos que contribuyen a la donación de dineros. O sea, entendamos esta situación, no importando cuántas veces la ciudadanía critique ciertos proyectos de ley, el Congreso no los tomará en cuenta, pues ha entendido que la opinión de la ciudadanía es puramente accidental y que esta no construye historia. Así, entiende el Congreso que los «pequeños relatos» (como así podemos catalogar a esa crítica ciudadana) han muerto.
Otro ejemplo, la Nueva Constitución lograda vía Asamblea Constitucional. Importantes protestas sociales se sucedieron y se sucederán en apoyo a esta causa, este es un «gran relato», pues la dialéctica social detrás de esa protesta busca poner a la ciudadanía como sujeto constituyente de dicho cuerpo político. Este «gran relato», como lo llamamos, no tiene cabida alguna en el Congreso que cree que la reforma constitucional lograda con estricta sumisión a las reglas contempladas en el capítulo 15 de la Constitución vigente (con todo y consecuencias), es la vía idónea para lograr una Nueva Constitución. En este sentido, el Congreso cree que su opinión se superpone a la de la ciudadanía, malentendiendo el concepto de «soberanía popular» y relativizándolo. Nuevamente: no importando cuántas veces el sujeto inicie una dialéctica social que demande una nueva Constitución redactada por ese sujeto constituyente, el poder no la tomará en cuenta, porque el poder institucional entiende la sociedad siguiendo el fenómeno del «estructuralismo filosófico», donde no hay sujeto constituyente, donde no hay ni pequeños ni grandes relatos sociales, sólo los relatos que el poder cree correctos y que esgrime sin vergüenza alguna en aras a defender sus intereses y valores.
Es lamentable que el Congreso entienda que «el pueblo ha muerto», porque si este ha muerto, entonces; sus relatos y su pulsión partera de historia también se van con él. Ante la inexistencia de un parlamento comprometido con los grandes relatos sociales sucedidos «puertas afuera» del Parlamento chileno y que además entiende paupérrimamente el contenido sustantivo de esos relatos; el pueblo queda solo, completamente solo, como hubiera dicho en su momento El Eternauta de Oesterheld.
Está demás decir que esto podría mejorar si el Congreso chileno elaborara nuevamente los cimientos de sus bases. Y queda en manos de nosotros, el pueblo, seguir controlando el actuar de este órgano del Estado y de muchos otros, a la vez que queda en nuestras manos vigilar y juzgar la injerencia de los poderes fácticos dentro de la sociedad, pues es la única manera de descosificar el título de «ciudadanía» que poseemos y que tanto ha querido instrumentalizar el poder.
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