La escuela del primer caso es una escuela municipal y carga con todas las debilidades y fortalezas que tiene ser un establecimiento educacional de este origen en el Chile actual. Más, en ella se cree que la educación es un derecho y se asume, de manera activa, que es imprescindible ayudar a sus alumnos a ejercer ese derecho.
Quiero relatar dos historias que conozco muy de cerca.
La primera la encontramos en una escuela rural. Tiene de protagonista un niño cuya conducta – al interior del aula y del establecimiento – es demasiado compleja. Proviene de una familia pulverizada. El padre está en la cárcel. La madre consume drogas y alcohol. Hay una disputa – muy dura – con la abuela materna por la custodia del niño.
A él cuesta mantenerlo en la sala de clases. No obedece instrucciones, se arrastra por el suelo, abandona el aula en el momento que él estima. Ni pensar en que realiza los ejercicios, trabajos o tareas en los cuales sus profesores centran el trabajo pedagógico. Su convivir con el resto de los alumnos de la escuela está marcado por arranques de violencia.
Está acostumbrado a “sobrevivir” en ambientes duros, en los cuales el “no dejarse pasar a llevar” constituye un valor apreciado y respetado.
También maneja con mucha fluidez los códigos de los narcos. En varias ocasiones apoderados, cuyos hijos fueron agredidos por este niño u otros, que sienten que su presencia en la sala, perturba los aprendizajes de los hijos propios, han exigido que sea expulsado.
La segunda historia corresponde a otro niño de situación socio-económica opuesta. Estudia en el colegio particular subvencionado más prestigiada de la comuna. Es un colegio católico, que por sus resultados está entre los 10 mejores a nivel nacional de su categoría. Es un niño sin problemas de convivencia.
Normal para su edad. Su condición determinante es que aprende de manera distinta al paradigma que los docentes del colegio tienen respecto de cómo sus alumnos deben aprender. Gracias al apoyo externo – que su familia se encarga de buscar por doquier – este niño ha logrado ir pasando de curso, aunque con no poco sufrimiento.
La escuela del primer caso es una escuela municipal y carga con todas las debilidades y fortalezas que tiene ser un establecimiento educacional de este origen en el Chile actual. Más, en ella se cree que la educación es un derecho y se asume, de manera activa, que es imprescindible ayudar a sus alumnos a ejercer ese derecho.
Los recursos que recibe – que siempre son escasos – se invierten en dar mejor atención a sus alumnos. Dispone, por ejemplo, de su programa de integración. Este cuenta con psicólogo, fonoaudiólogo, kinesiólogo, asistente social, profesoras de educación diferencial disponibles para atender a niños con necesidades educativas especiales. Se está trabajando en las correspondientes adecuaciones curriculares, ya que se entiende que no todos los alumnos aprenden de la misma forma.
También, para garantizar el ejercicio al derecho de la educación, se entrega locomoción gratis a sus alumnos, se les apoya con útiles escolares, con vestuario y calzado a los más complicados.
El colegio involucrado es de subvención compartida. La familia del segundo alumno no paga una fortuna, pero tiene que aportar – en forma mensual – casi 50 mil pesos para financiar su educación.
A ello se agregan aportes que deben realizar en forma cíclica: cartones de bingo, aportes para reparar gimnasio, regalo para los sacerdotes cuando los niños cumplen con el rito de la primera comunión, comprar – en el colegio – textos escolares distintos de los que entrega el MINEDUC, los cuales graciosamente son llevados por los vendedores al mismo patio del establecimiento.
El equipo directivo y los docentes de la escuela municipal sienten que la educación, de tan díscolo alumno, también es responsabilidad propia.
Agotados sus medios y capacidades, y ante la evidencia que el problema del pequeño es más profundo, se juntan, hacen “una vaca” y lo llevan a un psiquiatra.
Este, tras examinarlo indica que por fortuna pudo atender al pequeño a tiempo. Que una mayor espera hubiese terminado con un problema psiquiátrico más severo.
La medicina tendrá que hacer su parte. La escuela asume dos roles: ese que es natural en ella, es decir, desatar aprendizajes; el segundo, lograr que la madre se ocupe del tratamiento de su hijo y ayudarle a encontrar una fórmula de financiar los medicamentos, cuyo valor está lejos del presupuesto familiar. Les asiste la esperanza que si todo calza, habrán recuperado una persona para la sociedad.
El colegio, ante la existencia de un alumno cuyo rendimiento afecta sus promedios, llama a la madre y con claridad le dice que se lo lleve a una escuela “que esté más de acuerdo con las necesidades de su hijo”.
Pese a que manejan mayores recursos, ellos no tienen opción para niños que aprenden de forma distinta. No hay programa de integración ni apoyos especiales a quienes los necesiten. Están tan centrados en pasar los planes y programas que no hay tiempo para detenerse a trabajar con quien va más lento. Para eso están los profesores particulares y el Ritalín. Si estos no bastan, chao no más con el alumno.
En medio del debate actual sobre educación y en particular respecto de quienes deben acceder a financiamiento público, no es malo también dar una mirada a la casuística.
Ella puede ser un ejemplo de los problemas reales que deben atenderse y resolverse. Por lo general quienes argumentan en una u otra dirección se apoyan en gráficas, coeficientes gini y otras fórmulas matemáticas. Mi intención fue relatar una situación real.
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Foto: OREALC/UNESCO Santiago / Licencia CC
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