Si El Reemplazante narra aquello que nadie había querido contar, es justamente porque habla de aquellos a los que a nadie les importó escuchar.
Dos jóvenes homosexuales se besan en medio de un descampado. El uniforme del liceo arrugado contra la baranda de contención metálica. De fondo el Elefante Blanco, la mole de hormigón armado de Club Hípico con La Marina, cuya edificación jamás llegaría a concluirse.
Un especulador financiero pasa la noche con la hija del propietario de la firma para la cual trabaja. Tras ingerir cocaína y tirar durante toda la noche obtiene la contraseña de la empresa y realiza a contrabando una transacción de proporciones. Al día siguiente las acciones se desploman y el inversionista es condenado por estafa, sentenciado a pasar una temporada en prisión y sometido al ostracismo del círculo financiero.
Claudio, el traficante de una población del sector sur de Santiago, alecciona a su aprendiz de soldado. Le advierte que lo esencial del negocio radica no tanto en el dinero como en el respeto. Y el respeto, sentencia Claudio, es algo que no se aprende en el liceo.
Las imágenes de El Reemplazante, la serie de doce capítulos transmitida actualmente por TVN, son atípicas para la televisión chilena. En cada escena el espectador asiste inquieto ante lo que puede considerarse una revelación respecto de los formatos en boga entre los canales abiertos: un argumento sólido y bien contado, un guión meditado que evita la verborrea dialógica, interpretaciones convincentes y en no pocas ocasiones geniales, un trabajo de sonido, fotografía e iluminación que casi no admite reproches. ¿Cómo es que ha surgido tan singular producto en la televisión nacional, mezcla de inteligencia creativa e investigación y aún así accesible a las grandes audiencias? ¿Qué la inspira y por qué dedicar nuestro tiempo a ella?
La de El Reemplazante es una historia sencilla: Carlos Valdivia (Iván Álvarez de Araya), inversionista financiero caído en desgracia a raíz de una adquisición fraudulenta de acciones, regresa a casa de su padre como allegado. Excluido del mundo financiero, su única opción laboral pasa a ser el reemplazo del profesor de matemáticas en el liceo Príncipe Carlos (Centro Educativo Ochagavía, Comuna de Pedro Aguirre Cerda). Se desata entonces el meollo del argumento: el profesor improvisado, paralizado a medias ante una realidad ignorada o conocida como prejuicio, se esfuerza por sacar adelante el curso de tercero medio en un liceo de la periferia.
Tema recurrente sometido sin embargo a un tratamiento novedoso, en la serie están expuestos muchos de los tópicos largamente demorados e ignorados en la discusión pública. Y es que en la historia del inversionista expulsado de la estrecha comunidad de la elite financiera y de vuelta al lugar de origen, subyace una lectura subversiva del Chile actual. La concepción exitista, obsesionada con el enriquecimiento y el ascenso social, que no es otra cosa que construcción ideológica de una idea de realización individual, es subvertida hasta eliminar cualquier reducto de impostación. En respuesta están ahí, tal cual, los pasajes de la población Dávila, Villa Sur, La Marina, José María Caro, La Victoria, y un largo etcétera. Todo dicho y puesto: la drogadicción y el tráfico, el analfabetismo funcional, el alcohol barato, las familias destrozadas, la frustración y el estigma, la violencia, el sexo y la discriminación.
Como las buenas narraciones, El Reemplazante no denuncia, no enjuicia a sus personajes ni los utiliza como pretextos para ensayar teorías pseudo sociológicas. Evita caer en el estereotipo de los noticiarios al tiempo que aborrece de la imaginería piadosa de la pobreza. Los realizadores de la serie no reifican nada. Los jóvenes del liceo Príncipe Carlos aparecen arrojados a su destino. Desertores por condición, aquí no hay afectaciones ni risotadas fáciles. No son necesarias. Se multiplican en cambio silencios y miradas cabizbajas, sonrisas a medio dibujar, golpes a cacho de revólver, correteos de los tiras… y puteadas. Puteadas, garabatos, improperios, rosarios de chuchadas porque el lenguaje no es sólo pensamiento sino también estómago.
La serie de TVN parece inconcebible sin el antecedente de las movilizaciones estudiantiles de 2006, y sin las posteriores oleadas de protestas que enrostraron al país la cara violenta de la desigualdad. Es a partir de esa experiencia que nuevas realidades salen a flote. La educación en las poblaciones, esa educación que es tanto un resguardo de la calle como una carrera contra la pared, reflota en son de protesta y rabia. Fundamentalmente rabia. Es por ello que los jóvenes de El Reemplazante prescinden de la falacia de la libre elección para enrostrarle al espectador, sin ánimo pedagógico alguno, las estrechas condiciones en las cuáles se hace lo que hace, se dice lo que dice, se siente lo que siente. Si la serie narra aquello que nadie había querido contar, es justamente porque habla de aquellos a los que a nadie les importó escuchar.
De esta manera, contra la realidad una y otra vez impostada por los nuevos formatos de la televisión abierta, El Reemplazante ofrece ficción. Como ha señalado Álvaro Bisama, una historia que no desea callar nada, una ficción sin concesiones ni remilgos. Personajes al límite, como los relatos de Raymond Carver, proyectos de vida truncados de los jóvenes del otro Santiago. Una ciudad que en El Reemplazante es puesta en entredicho: el Barrio El Golf como estandarte, con su desarrollo financiero excluyente y exclusivo; el Hospital Ochagavía y sus ruinas, signos de una modernización cortada de cuajo; el liceo y la presión alternativa de la calle; el microtráfico, con su propia economía de valores. Y finalmente, la sala de clases, en una ficción que presenta las nuevas preguntas de estos jóvenes, los desertores de siempre.
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