Las declaraciones realizadas el día 12 de abril por la Directora Nacional de SENAME, Marcela Labraña, en relación a la dolorosa noticia del fallecimiento de una niña de 11 años al interior de un centro de protección del mismo servicio, debido a un paro cardiorespiratorio reflejan, más que un pesar, una defensa institucional que se levanta tal como los muros de esos centros de protección. Murallas que hacen inalcanzable para la mirada, pero que queda a la vista, cada tanto, bajo la forma de hechos trágicos.
Señalando que se hizo “todo lo posible”, se detalla cual check list los protocolos de acción seguidos, la presencia de personal de salud, la supervisión constante de la medicación recibida por la niña durante años, las crisis de angustias vividas y “contenidas” por el personal del hogar, con el único fin de señalar que todo se encuentra en regla y que no hay nada que cuestionar ni cuestionarse. Por el contrario, que lo ocurrido tendría relación con su “estrés postraumático”, sus crisis de angustia, su historia de abuso sexual y el delicado estado emocional de la niña, desencadenado tras la inasistencia de un familiar cercano a una visita.Ante la muerte de una niña que vivió más de la mitad de su vida en instituciones de protección y que encontró un desolador final, cuando su corazón no pudo más, no podemos quedarnos tranquilos. Estos hechos deben forzarnos a una reacción, ya que, lo que nuevamente falló, fuimos nosotros como sociedad.
No es que se trata aquí de restar importancia a las acciones necesarias ante una emergencia, ni de la implementación requerida para estos casos, sino que problematizar cuando éstas se utilizan únicamente como forma de resguardar cualquier duda ante alguna responsabilidad institucional, y se transforman en un modo de actuar por parte de una institución que debiese tener como norte la protección. Sin embargo, en este caso, la característica de la explicación agrava la falta.
No hay que ser ingenuos, ahondar en lo erróneo e insólito de las declaraciones de Labraña, al dejar traslucir una relación de causalidad entre un estrés postraumático y un paro cardíaco, sería dejar de lado pensar en el gesto negador: situar en la misma niña, a propósito de su sufrimiento y de su historia familiar, las causas por las que su corazón dejó de latir, corriendo un tupido velo sobre las características de su sufrimiento que, acallado por los psicofármacos, habló en reiteradas ocasiones sobre lo que tuvo que enfrentar durante 7 años en una institución de estas características, producto de la injusticia social, la desigualdad y la violencia que caracteriza las historias familiares y sociales de los niños y niñas que SENAME procura proteger.
Christophe Dejours, psicoanalista que ha investigado la relación entre trabajo y sufrimiento señala que, la banalización del mal pasa por diversas etapas y, cual psicofármaco, anestesia progresivamente la reacción de indignación frente a situaciones de injusticia social, desarrollando lo que llama una “tolerancia a la injusticia”. Sin embargo, como construcción humana es un proceso que puede detenerse e interrumpirse, a condición de asumir una responsabilidad. No deja de ser llamativo que aparezcan los mismos trabajadores de estas instituciones denunciando la precariedad de las condiciones de vida de los niños y niñas que allí viven. Cabría también preguntarse por las características de las condiciones laborales que en estas instituciones existen.
Es por esta razón que señalar que “se hizo todo lo posible” va en la vía totalmente contraria a la de un ejercicio responsable que como sociedad y sus instituciones debiesen realizar. Ante la muerte de una niña que vivió más de la mitad de su vida en instituciones de protección y que encontró un desolador final, cuando su corazón no pudo más, no podemos quedarnos tranquilos, sino que más bien deben forzarnos a una reacción, ya que, lo que nuevamente falló, fuimos nosotros como sociedad.
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