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La muerte como pena

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Iniciemos con una aclaración.

La opción siempre será creer o no lo expuesto en estas líneas. En especial con respecto a la posible personal reacción ante extremas situaciones que han vivido tantos y tantas, que les han llevado a anhelar brutales (algunos dicen justos) castigos para quienes han cometido horrendos crímenes.

Porque la discusión sobre la reposición de la pena de muerte en Chile cruza diversos caminos. Desde las razones más íntimas, basadas en los propios valores y experiencia, hasta las políticas, de la legislación internacional e incluso económicas. Como en toda materia compleja, el derecho del Estado a quitar la vida a un ser humano también requiere una reflexión multidimensional y no solo del tipo dedito para arriba, dedito para abajo.

¿Por qué existen las cárceles?

Pregunta fundamental en el debate sobre la pena de muerte en Chile, que salió de nuestra legislación cuando en 2001 se promulgó la Ley 19.734 y la reemplazó por el presidio perpetuo calificado. Tan fundamental que apartar a personas del resto de la sociedad es una práctica que nos persigue desde el origen de nuestra vida en comunidad.

Son tres las vertientes principales para la existencia de los presidios. Con mayor o menor efectividad, estos persiguen tres objetivos.


Por cierto que para cumplir el segundo objetivo, el ajusticiamiento es lo menos efectivo que hay. Esto, a no ser que uno crea en la reencarnación, porque los muertos no tienen posibilidad alguna de reinserción social (no entraré en este momento en la, por cierto legítima, divagación metafísica). Es cuando el Estado claudicó en su idea de dar a todos la oportunidad de vivir juntos.

La protección de la sociedad. Es cuando se entiende que la libertad de una persona representa un peligro para sus prójimos. Este riesgo debe ser relevante, considerando que la libertad es una de las principales garantías que puede entregar la organización colectiva a sus individuos. Por eso no todos quienes delinquen están en los penales.

También está la idea de la reinserción social, que en alguna medida se liga al párrafo precedente toda vez que su función primaria es la seguridad del resto de la población. Más aún, la reinserción es una concepción moderna que se profundiza en el marco de la legislación internacional de derechos humanos. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ratificado por Chile en 1975, señala expresamente que el objetivo del sistema penitenciario es “la reforma y la readaptación social de los penados”. Es decir, en este caso se ve como un aporte para el propio individuo con el interés de que deje de incurrir en, suponemos, acciones que no le benefician.

Y, por último, tenemos las cárceles como pena. Aunque tal noción está anclada en el atávico sentir humano del castigo, de condenar a quien hace algo que según el resto no corresponde (hermano de la idea de venganza), las cárceles como sanción no son de larga data: no más de 300 años. Antes se usaban principalmente para asegurar que acusado concurriera a su propio juicio. Un efecto indirecto de este rol es la disuasión, para el propio afectado e incluso para otros que pudieran llegar tener similares comportamientos.

Estas son algunas de las canchas en que se juega el debate sobre la pena de muerte.

Por cierto que para cumplir el segundo objetivo, el ajusticiamiento es lo menos efectivo que hay. Esto, a no ser que uno crea en la reencarnación, porque los muertos no tienen posibilidad alguna de reinserción social (no entraré en este momento en la, por cierto legítima, divagación metafísica). Es cuando el Estado claudicó en su idea de dar a todos la oportunidad de vivir juntos.

Al contrario, la forma más efectiva de proteger a la sociedad (primera función mencionada) de quien ha atentado contra sus más preciados valores es la eliminación. La erradicación del cáncer dañino.

Y así nos queda la pena de muerte como castigo. De quitar la vida a alguien como pena. Con relación al efecto disuasorio hay múltiples debates e investigaciones, no estando claro aún si efectivamente alguien dejará de cometer un gravísimo delito, muchas veces más del ámbito de la sociología o siquiatría, ante la posibilidad de ser condenado a muerte. Como ejemplo Amnistía Internacional señala que “más de tres décadas después de abolir la pena de muerte, el índice de asesinatos de Canadá sigue siendo alrededor de un tercio inferior al de 1976”.

Seamos claros, la pena de muerte no es la más abominable sanción que puede sufrir un condenado. La inventiva humana ha sido pródiga en ejemplos de torturas y crueldades de todo tipo como para pensar que morir es lo peor que le podía ocurrir a alguien. El debate, en realidad, gira en torno al derecho institucional que tiene la sociedad, el Estado, a quitar la vida a uno de sus integrantes.

Matar a otro es algo que ha ocurrido siempre, que sigue y seguirá pasando. Lo han hecho hombres y mujeres por los más disímiles motivos, desde los más (defender la propia vida cuando no hay otra salida, por ejemplo) a los menos (robar, el odio) justificados. Pero una cosa es lo que hace un ciudadano particular, cuya reacción por un tema de cuerpo, vísceras, contexto, podrían ser comprensibles, y otra muy distinta lo que hace el Estado.

Puedo entender y respetar que alguien, luego de vivir en carne propia el crimen sobre un ser amado, desee la muerte del responsable. Que desaparezca, que sufra, como acto que le devuelva algo de paz luego de una situación extrema. Pero la sociedad como conjunto cumple otras funciones, tiene otros objetivos. La sociedad no es solo la suma de sus integrantes, de otra forma no tendríamos instituciones y estructuras que ecualizan las pasiones individuales.

Entonces, convertir el sentimiento circunstancial personal comprensible, legítimo incluso, automáticamente en mandato institucional yerra al no hacerse cargo de esta diferencia fundamental. Un debate de planos donde la pena de muerte, no solo para los últimos casos conocidos sino incluso para violadores a los derechos humanos, no pasa la prueba al validar el símbolo de la violencia extrema como herramienta social.

Mantendría tal postura, entrando ya al ámbito de la especulación sustentada en mi propia actual convicción, aunque personalmente fuera afectado yo o un ser amado por un delito mayor. Porque la discusión esta no es técnica sino de visión de sociedad. Tanto así que aunque se llegara a plebiscitar el debate (más allá de que para ello debiéramos salirnos del Pacto de San José de Costa Rica cuya convención en el artículo 4º número 3 prohíbe la reposición de este tipo de sanción), no cambiará un ápice mi postura. Hay temas de fondo que no se definen con millones de pulgares alzados.

Lo dicho en un comienzo, la opción siempre será creer o no en esta personal proyección.

TAGS: #Castigo #PenaDeMuerta #SociedadModerna Reinserción

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