“Somos padres nuevamente”, anunció este fin de semana el matrimonio compuesto por Rafael Araneda y Marcela Vacarezza a través de su cuenta de Instagram, refiriéndose a la adopción de un pequeño niño que llegó a sumarse a la familia. Luego, la feliz noticia fue difundida por el diario La Cuarta en su sección Espectáculos, donde se dan a conocer detalles del proceso de filiación del menor, así como su nombre. Hasta ahí todo bien.
Adoptar a un menor con el objeto de responder a la necesidad de toda persona adulta de satisfacer su derecho a la maternidad o la paternidad –incluso siendo padres de hijos biológicos– siempre será una buena acción, colmada de las mejores intenciones; además del noble objetivo de brindarle al adoptado(a) mejores condiciones de vida, entre ellas, alimentación, salud, educación, vivienda. Eso nadie puede ponerlo en duda.Antes de adoptar a un niño foráneo la legislación debiese obligar a los eventuales adoptantes chilenos agotar todas las instancias de adoptar a un niño chileno.
No obstante, cuando esa adopción pasa del ámbito de la privacidad familiar a la sección Espectáculos de la prensa, pasando de un sopetón al dominio público, cabe preguntarse si la acción primigenia de los adoptantes corre el riesgo de quedar en entredicho, habida cuenta que en el caso del mediático matrimonio de animadores de televisión, el menor adoptado es de origen extranjero.
Desde luego llama la atención que habiendo miles de niños nacidos en Chile en situación de ser adoptados, los Araneda-Vacarezza hayan optado por un niño de origen extranjero, decisión que antes tomaron otros famosos, como Martín Cárcamo, quien también adoptó a un niño de color. ¿Por qué un “negrito”? ¿Acaso es una moda, una nueva moda de alcances insospechados? ¿Por qué el elegido no podría ser un niño mapuche o una niña aimara, si el origen étnico es lo que menos les importa? La fotografía que publica la familia Araneda-Vacarezza en Instagram y que reproduce La Cuarta habla por sí sola: dadas las evidentes diferencias raciales, el menor del grupo familiar es el adoptado.
Que Chile es un país racista, clasista, esnobista y xenófobo, no está en discusión. Chile reniega de sus pueblos originarios, ninguna familia de la Cota Mil querría ver a una hija suya –educada en colegios y universidades de su exclusivo barrio– casada con un joven mapuche, aun cuando este tenga estudios; tampoco aplaudirían que un egresado del Verbo Divino o la Pontificia Universidad Católica, se case con la hija de su nana peruana. No obstante, la adopción de “negritos” se ha vuelto una moda esnobista.
Así las cosas, resulta curioso que gente adinerada se lance en esa empresa en cierto modo filantrópica, y en otro, mesiánica; por un lado la adopción supone un espíritu dadivoso, una entrega suprema de amor, y por otro, una labor redentora, una suerte de expiación de las culpas sociales. Cabe preguntarse si adoptar niños de color acaso no es una forma explícita de demostrar cierta bondad, porque, quién podría dudar que el niño adoptado por los Araneda-Vacarezza explica por su solo aspecto físico cuál es su procedencia, y en ese sentido, despeja cualquier incertidumbre sobre el verdadero sentido de sus adoptantes: lo adoptan porque quieren dejar en claro que es adoptado, porque esa adopción los ubica dentro de esa categoría de personas bondadosas y abiertas de mente que pueden pasar por encima de odiosidades raciales.
De tener un aspecto más parecido al fenotipo chileno, sería casi imposible que los ajenos al núcleo familiar –quienes ignoran los detalles de la historia– no lo vieran como hijo biológico, y de esta forma, “pasaría” como un hijo más del matrimonio Araneda-Vacarezza, por el contario, el arribismo y la necesidad de los animadores de diferenciarse del medio los hace cortar por lo sano, adoptando un niño con rasgos africanos. Por desgracia, desde ahora en adelante ese pequeño cargará con el eterno estigma de ser el hijo extranjero adoptado por una familia chilena. “Es un chiquitito maravilloso, precioso que nos ha llenado la vida. Lo más lindo que nos puede haber pasado. Cayó del cielo. Nos ha enseñado que el amor no tiene límites”, aseguró la flamante madre, como si se refiriera a un pastor alemán.
La ley chilena debiese precaver esta tendencia de adoptar menores afrodescendientes o asiáticos, estableciendo normas precisas. Estos infantes no son mascotas exóticas que las familias de plata puedan adquirir en el extranjero para luego exhibir en la prensa y en sus salones, como alguna vez hicieron ciertos europeos que llevaron a la fuerza a yaganes y tehuelches para ser exhibidos en París, Londres, Berlín y Zürich como testimonio de los “salvajes del fin del mundo”.
Antes de adoptar a un niño foráneo la legislación debiese obligar a los eventuales adoptantes chilenos agotar todas las instancias de adoptar a un niño chileno. En Chile hay diversas instituciones donde permanecen cientos de niños abandonados por sus padres biológicos; todos ellos susceptibles de ser acogidos por una familia. No obstante, para quienes disponen de recursos económicos lo más fácil es ir a Centroamérica y buscar en las barriadas pobres de Puerto Príncipe algún huérfano que la corrupción y las mafias locales venden a cuatro chauchas.
En Chile no se necesita ser millonario para adoptar, de hecho, el dinero no es una condición legal para ser padre o madre, porque de ser así, no habría hijos de madres solteras, ni tampoco las familias pobres podrían tener hijos.
Qué dirán los Araneda-Vacarezza cuando sus amigos se refieran de manera coloquial o despectiva al nuevo miembro de la familia como, el “negrito” del Rafa y la Marce. Tal vez piensen ir a Münich o a Boston por un niño más clarito, o quizás se arrepientan de haber mediatizado una adopción que siempre debió ser privada.
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