La ciudad luce prácticamente normal. El tráfico vehicular es casi igual que en época de vacaciones escolares, con el centro congestionado siempre, y es recién cuando uno se baja del auto que empieza a notar algunas señales. Algunos pocos transeúntes caminan con mascarillas, varios lugares en que se atiende público dejan entrar por turnos a pequeños grupos de gente cada vez, y las personas tras las cajas de las tiendas llevan cubiertas sus manos con guantes para manipular el dinero.
La Peste de Atenas fue una de las primeras grandes epidemias documentadas. Ocurrió cerca del año 400 a.C., acabó con la vida de entre 50.000 y 300.000 personas y se cree que habría sido fiebre tifoidea que llegó a Grecia desde Etiopía, aunque la más famosa es sin dudas la Peste Negra, la gran epidemia de la Edad Media que, hoy sabemos, también se originó en Asia y se estima mató, a mediados del 1.300, a cerca de 30 millones de europeos, un tercio de la población total del continente en ese entonces.
«En Italia se lo tomaron con toda calma, igual que acá. Y mira como están ahora», remata una señora que lleva mascarilla y que está dos puestos delante de mí en la fila para entrar al supermercado, finalizando con eso un acalorado intercambio de ideas con otra señora, sin mascarilla y dos puestos detrás de mí en la misma fila, sobre la necesidad manifiesta, según la primera, de cerrar todo y decretar cuarentena obligatoria, lo que a la segunda nunca le terminó de parecer, y así lo hizo ver, una exageración y, de frentón, una soberana pelotudez.El Presidente de Chile acaba de decretar estado de catástrofe a partir de la medianoche. Van a pasar muchas cosas. Similares a las que han pasado antes. A lo largo y ancho del tejido social. Tenemos 2.500 años de epidemias documentadas.
Se suceden los comentarios sobre el tema en toda la fila mientras esperamos. Al fin llega mi turno. Me dirijo de inmediato al pasillo de los licores y constato con alivio que la incipiente psicosis colectiva no va por ahí. Tomo una botella de pisco. El grueso del grupo que entró conmigo se fue directo al pasillo de la limpieza. Nunca fue tan difícil encontrar un Lysoform. La señora de mascarilla saca varios paquetes de guantes de goma, luego un amplio surtido de cloros: en gel, toallitas, líquido, pastillas, supositorios, con y sin aromas, de todos los colores. La fila afuera ha crecido y los ánimos se están caldeando. Se escuchan algunos gritos. Vuelvo al pasillo de los licores y tomo otra botella de pisco. Se une otro guardia al pobre tipo que está ya asustado en la puerta y la señora de mascarilla saca 5 paquetes de azúcar de 5 kilos. «Acá nunca había pasado algo así», me dice como a modo de explicación cuando miro su carro atestado de, básicamente, todo lo que hay en el supermercado. Pero se equivoca.
En Chile también sabemos de pestes que nos azotaron sin cuartel a finales del siglo 19 y principios del 20. El cólera, hacia fines de de la década de 1880, castigó con dureza a los principales centros urbanos del país, que se estima llegaron a perder hasta el 5% de su población. Y la viruela, por su parte, se cobró la vida de casi 25.000 compatriotas entre 1890 y 1895, y de otros 15.000 sólo 10 años después, un aperitivo para lo que ocurriría casi de inmediato, en 1918, con la gran pandemia del siglo 20, la gripe española, que por estos lares se llevó la friolera de 45.000 almas en poco más de 3 años.
Me calma pensar que es sólo otra más. Llevo apenas unos 30 minutos fuera de casa y ya me contagié de intranquilidad. En mi carro hay dos botellas de pisco, una bolsa de leche en polvo, 16 yogures, 2 kilos de azúcar, un tarro grande de café, un pack de prestobarba, tres chocolates con almendras y un paquete de papas fritas. Miro la procedencia de todo. Las prestobarba chinas las devuelvo a modo de protesta y justo ahí me cae la teja de que estoy en un nodo: gente que va y viene, mercancías de todas partes del mundo, mucho dinero en efectivo circulando…
Redes complejas. ¿Le suena el concepto? Probablemente no, pero explican muy bien fenómenos que sí le deben resultar familiares como el comportamiento de un rumor, la forma en que se expande una moda o de qué manera se va a desparramar sobre la mesa el café que volcó. Y también la propagación de enfermedades.
Hasta mediados del siglo XX las grandes epidemias enfrentaban una importante barrera de contención que impidió, hasta ese entonces, su propagación a nivel global: las barreras naturales. Cordilleras, mares, desiertos, inclemencias climáticas, distancias y, como consecuencia de todo lo anterior, los costos, que eran todos elementos limitantes de la capacidad de desplazamiento de las personas, que es en realidad la variable en la ecuación.
El 12 de enero de 1544, unos religiosos dominicos reclutados por Bartolomé de las Casas emprendieron un viaje de Salamanca a Sevilla, ciudad a la que arribarían poco más de un mes después, el 13 de febrero de ese mismo año. Un viaje a pie que cubrió 470 kilómetros en 33 días, una media de 14 kilómetros por día, que es más o menos la distancia que hay en línea recta entre Estación Central y Vitacura, en Santiago.
Hasta bien entrado el siglo 19 y la masificación de la máquina a vapor (y todo lo que derivó de ello), esa era la realidad de los viajes en el mundo. Un viajero bien preparado y a caballo podía cubrir hasta unos 40 kilómetros en un día, y un sistema de postas como el del correo de España en el siglo 16, hasta unos 100 kilómetros. Para qué hablar de las semanas y meses que se podía estar en el mar.
La semana pasada supimos de un caso positivo diagnosticado en la Clínica Alemana de Santiago que, a la espera de la confirmación del ISP, no halló nada mejor que irse a un matrimonio a Puerto Montt, en avión. Casi 1.000 kilómetros que hizo en menos de 2 horas, algo más si se consideran los tiempos de traslado, viaje en el cual dejó una reguera de gente en cuarentena de entre la que viajó con él en los transfer, el avión y quienes estuvieron en el matrimonio.
Y a toda la movilidad «necesaria» (de mercancías, de personas que viajan por compromisos) hay que sumar el turismo de placer, que en términos masivos es algo absolutamente novedoso. Hasta hace sólo una generación, la inmensa mayoría de las personas en el mundo no emprendía un viaje largo si no era por necesidad. Pero hoy además viajamos porque sí. Según cifras de SERNATUR, en la última década se más que duplicó el número de viajes de chilenos al exterior, pasando de 1,5 millones en 2010 a 3,3 millones hoy, bastante más que los apenas 200 mil que se registraban en 1970.
Comienzo a ponerme ansioso. Todo a mi alrededor es un riesgo. Si la teoría de los 6 grados de separación me liga a Brad Pitt, también a un contagiado, que estuvo con alguien que está aquí, o con alguien que estuvo con alguien, o que manipuló las mercancías en Brasil, en India, en la mismísima China y quién sabe si hasta en el propio Whuan.
Las redes complejas y otros modelos matemáticos nos ayudan a entender eso, como un individuo infectado puede, a través de sus relaciones, infectar a una población susceptible. Y son sumamente útiles, entre otras cosas, porque en casos cómo éste permiten predecir, por ejemplo, cuando será el peak de contagios y, por ende, la mayor carga sobre la red de salud. O planificar los tiempos de aislamiento social y cuarentena, dar mayores certezas sobre cuando volveremos a la normalidad. Tengo un amigo que tiene un restaurante, hace pocos meses había hecho importantes inversiones en infraestructura, contrató más gente y ahora no sabe qué va a hacer. Sin contar que de eso vive.
Por desgracia el desarrollo de modelos matemáticos que expliquen la propagación de enfermedades también es muy, muy reciente. De acuerdo a un artículo científico de la Universidad de Salamanca publicado en 2013, el número de artículos indexados en la base de datos Medline que respondían a búsquedas sobre modelos de propagación de enfermedades era de menos de 5 al año en 1990, experimentando un crecimiento importante recién en 2004 y a raíz de la catástrofe causada por otra
pandemia, el virus SARS. Otro artículo similar, de la Revista Panamericana de Salud Pública y que usa como base de datos referencial la Web Of Science, llega a conclusiones parecidas: menos de 10 artículos en 1990 y un crecimiento a partir de 2004 que hoy se traduce en unas 200 publicaciones por año.
Abro la tapa del congelador y disfruto un rato el aire frío. En la zona central de Chile aún hace calor y todo esto de venir al supermercado ha tenido una tensión galopante que le ha puesto al asunto sudor y más temperatura. Saco 7 hamburguesas Mamut y un surtido de mariscos. En la puerta hay un tipo gritando porque no le dejan entrar a sacar plata al cajero automático, en la fila otros le gritan a él que no se cole y los guardias, que ahora son 3, les gritan a todos.
Un interesante artículo llamado «Lugares, actitudes y momentos durante la peste», y que trata entre otras cosas sobre el comportamiento de la población durante las epidemias de fiebre amarilla y cólera en Buenos Aires a finales del siglo 19, destaca una cuestión crucial: «estas son crisis sociales en las cuales juegan un papel fundamental no solo el desarrollo de una enfermedad particular, sino además el miedo, la incertidumbre y la sensación de ruptura radical con elementos centrales de la vida social.» Es un quiebre de rutinas, hábitos, costumbres y formas de vida, al final.
En mi trayecto del pasillo de los congelados a la fila para pasar por caja, el señor de la puerta decide que él no está para estas cosas y comienza a avanzar, a lo que el guardia recién llegado responde con autoridad y lo toma del brazo, mientras de la fila aumentan los gritos de «¡Colado!», «¡Sinvergüenza!», «¡Gorreáo!» y otros cuyo calibre me impide reproducirlos. Pienso que he visto suficiente películas de zombies para no saber cómo va a evolucionar todo en los próximos días.
Tomo un M&M, lo vacío en mi boca de una vez y me guardo el envase en un bolsillo del pantalón. Al señor de la puerta lo terminaron agarrando entre dos guardias, un empaque y una vieja y lo sacaron entre las pifias hacia él y aplausos a sus captores desde la fila. Saco otro paquete de dulces y justo cuando lo voy a abrir noto que detrás mío está la señora de la mascarilla, con dos carros. «Coma no más, si estos no pierden nada», me dice cómplice, y yo la miro y sólo puedo pensar que en cualquier minuto va a empezar a convulsionar y a mirarme con hambre.
Cuando salgo, la ciudad ya no luce tan normal. Tal vez soy yo quien tiene otros ojos, estoy contagiado. La fila ahora es eterna, los rumores se esparcen como el virus, el descontento aumenta. En uno de los vidrios que da al exterior ahora hay pegada una hoja de cuaderno que reza «Cajero en mal estado», siento el aire raro, me pica la nariz y toda la gente me parece sospechosa. Enciendo el auto y a pesar del calor no bajo los vidrios hasta haber avanzado un par de cuadras. En la radio hablan del tema. Entre 40 mil a 100 mil contagiados en Chile de aquí a abril, entre 1.500 y 5.000 millones de personas en todo el mundo, hasta un 70% de la humanidad afectada por el coronavirus.
El Presidente de Chile acaba de decretar estado de catástrofe a partir de la medianoche. Van a pasar muchas cosas. Similares a las que han pasado antes. A lo largo y ancho del tejido social. Tenemos 2.500 años de epidemias documentadas. Que no nos digan que nadie lo vio venir.
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