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Ley de salud mental: Hegemonía, poder psiquiátrico y patologización

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Desde el estallido social del 18 de octubre del 2019 diversas demandas sociales se han articulado y tomado fuerza en lo que respecta a un cambio estructural en el sistema político, económico, cultural, social e institucional de nuestro país. Entre dichas demandas, las que apuntan a transformaciones en el campo de la salud mental, y en concreto, en el sistema público de atención, se han reforzado y ampliado significativamente. Esto se condice con que en nuestra sociedad las problemáticas relacionadas con la salud mental abundan y se han agudizado en este contexto de crisis socio-sanitaria, por lo que la urgencia por abordarlas desde el Estado es más necesario que nunca.

En esa línea, durante el mes de marzo se aprobó en particular en el Senado el proyecto de Ley de Protección de la Salud Mental, el cual si bien es una iniciativa importante en cuanto a un marco regulatorio a nivel nacional sobre los derechos de las personas que se atienden en el sistema de salud mental, desde la sociedad civil se le han planteado diversas críticas, que van desde la mirada patologizadora y estigmatizante de las personas con padecimiento subjetivo, el predominante enfoque biomédico y farmacológico, y la nula participación de las organizaciones de usuarios/as, ex usuarios/as y la comunidad en general en el debate y redacción del proyecto de ley.

Desde Forum Infancias, nos parece que efectivamente el actual proyecto de ley, por más bien intencionado que sea, reproduce las lógicas hegemónicas en el campo de la salud mental. Con esto último nos referimos a las prácticas propias del modelo médico hegemónico, en lo que concierne a una mirada psiquiatrizante-manicomial del padecimiento subjetivo, fundamentada en el paradigma positivista-biologicista de la psiquiatría clásica.

Ahora bien, hay un punto esencial que nos parece necesario de visibilizar y problematizar: observamos que el actual debate en torno a las transformaciones en el modelo de atención en salud mental, en general, se ha reducido al ámbito económico-institucional-jurídico, dejando aspectos clínicos, políticos y éticos de lado, siendo éstos casi inexistentes, con lo cual el debate sobre las condiciones de abordaje de la subjetividad son escasas o nulas. De esta manera, nos parece que las actuales demandas priorizan lo que tiene que ver con la burocracia institucional, ubicando en segundo plano la dimensión de la subjetividad singular.

Con esto, aclaramos, no le restamos importancia a las demandas del orden de lo institucional, sino que todo lo contrario. Adherimos a la principal crítica que se le ha hecho al proyecto de ley en cuanto a que plantea un enfoque que no concibe a la salud mental como un derecho humano, dando cuenta de una desconexión total respecto a las recomendaciones básicas de las organizaciones de la sociedad civil y de organismos internacionales de derechos humanos y de la salud. El tema en tensión es que, a nuestro parecer, cuando hablamos de derechos humanos, en nuestro país se tiende a plantear desde una perspectiva netamente jurídica-estatal, naturalizándolos como un ámbito únicamente formal aplicado por una ley o un convenio. De esta manera se olvida que los derechos humanos también son territorios de disputa (política, ideológica, simbólica), y que su materialización en la vida social no se remite a una cuestión formalista, sino que son un marco legal que incide en la regularización del lazo social, orientado al bien común. Esto nos lleva a pensar la dimensión simbólica y colectiva de los derechos humanos, incluyendo el derecho a la salud mental.

En función de lo anterior, a continuación mencionamos ciertos temas necesarios de problematizar, en la medida que no se han abordado con profundidad, y así aportar al debate en cuanto a las críticas realizadas a este proyecto de ley.

En primer lugar, se continúa hablando desde la terminología de “enfermedad mental”, noción proveniente de la psiquiatría positivista, sumamente añeja y estigmatizadora. Desde dicho paradigma, se conceptualiza el sufrimiento psíquico individualizando el problema en el sujeto mismo, y atribuyéndolo a causas netamente orgánicas desconsiderando las variables sociales, vinculares, políticas, económicas y culturales. En esa línea, más allá del eufemismo del enfoque “biopsicosocial” que aparece en este proyecto, en la práctica, lo <<bio>>, es decir, lo biológico, suele ser una dimensión sobrevalorada por sobre lo psicosocial. Así, se refuerza la concepción biologicista-organicista que nos tiene acostumbrados el poder médico-psiquiátrico. El sujeto y la subjetividad se piensan como equivalentes al cerebro (cerebrocentrismo), por lo que el tratamiento si o si debe ser abordado (de manera indiscriminada) farmacológicamente, siendo la medicación, muchas veces, el primer y único recurso.  En este punto se despliegan dos operaciones: patologización y medicalización de la subjetividad. La patologización es coherente y articulable con el discurso psiquiátrico positivista-biologicista, además de por lo mencionado anteriormente, debido a la clasificación diagnóstica de los malestares subjetivos en etiquetas homogeneizantes, estáticas y deterministas, las cuales borran la singularidad del caso por caso.

En segundo lugar, se plantea una definición realmente preocupante de la salud mental infanto-juvenil. Dice: “En el caso de niños, niñas y adolescentes, la salud mental consiste en la capacidad de alcanzar y mantener un grado óptimo de funcionamiento y bienestar psicológico.” Esta definición (completamente irreal e idealista) da cuenta de una concepción mecánica, estática y exenta de conflicto del bienestar subjetivo, como si la subjetividad fuese equivalente a una suerte de homeostasis.

Este proyecto de ley refuerza la hegemonía histórica del poder psiquiátrico clásico (positiva-biologicista), defensor acérrimo del modelo manicomial de encierro en los hospitales psiquiátricos

Pero además hay otro elemento que se articula a esta visión, que es la representación hegemónica de las infancias y adolescencias en tanto seres idealizados que no sufren durante su vida cotidiana. Seres felices y angelicales que si llegan a sentir rabia, temor, pena, angustia, es algo temporal. De esta manera, cualquier manifestación de padecimiento subjetivo que se prolongue en el tiempo más de lo “esperable” o que no se adecue a los parámetros de normalidad del mundo adulto, es patologizado y medicalizado. Se pretende instalar una visión de la salud mental como opuesto al sufrimiento, razonamiento binario que simplifica de manera brutal las complejidades del funcionamiento y configuración de la subjetividad infantil. Es por eso que nos parece que dicha definición escapa de cualquier tipo de marco teórico actualizado y mínimamente complejo que considere los avatares y contingencias de la vida misma, lo cual se agrava cuando se trata de niños, niñas y adolescentes, ya que estamos hablando de sujetos en crecimiento y constitución de su aparato psíquico, un proceso que es siempre abierto, dinámico y permeable.

En tercer lugar, en este proyecto no se enfatiza la necesidad e indispensabilidad del trabajo interdisciplinar, apareciendo como un mero agregado. Esto se puede observar por ejemplo en que el proyecto se habla de la “técnica clínica” (sin especificar a qué se refiere con ese concepto) para llevar a cabo los diagnósticos del estado de salud, sin aludir al carácter interdisciplinario que debe tener un diagnóstico. Más bien pareciera ser que el diagnóstico se le atribuye únicamente a la técnica médico-psiquiátrica.

Sostenemos en cambio que los abordajes y prácticas en el campo de la salud mental no se pueden reducir a una única perspectiva, ya que eso da pie para instalar un pensamiento único hegemónico, minimizando u omitiendo el resto de las visiones profesionales, y en consecuencia dejando de lado las múltiples y heterogéneas variables que se ponen en juego en la producción del sufrimiento psíquico. La psiquiatría y la psicología son ambos discursos que en la actualidad poseen el monopolio del saber/poder en el sistema de atención en salud mental, relegando a la terapia ocupacional, fonoaudiología, trabajo social, enfermería, en un lugar de menor importancia.

En cuarto lugar, la cuestión del “consentimiento libre e informado” deja de lado nuevamente la responsabilidad del tratamiento en la supuesta “libre elección” del paciente, en vez de acentuar el rol del Estado en la garantización del derecho a la salud mental, tanto en su acceso como en su tratamiento. Además omite gravemente y no se hace cargo de las violaciones a los derechos humanos que ocurren en los hospitales psiquiátricos, como las que se llevan a cabo a través de la “terapia” de electroshock (que de terapéutico no tiene nada). Tampoco se plantean dispositivos y/o estrategias de externalización de los y las pacientes internados, como centros de día o el acompañamiento terapéutico. A fin de cuentas se perpetúa el modelo manicomial de encierro, el cual se ha cuestionado y denunciado desde hace años por organizaciones de usuarios/as ex usuarixs y familiares de víctimas de la violencia psiquiátrica.

Cómo Forum Infancias nos parece que, por un lado, este proyecto de ley refuerza la hegemonía histórica del poder psiquiátrico clásico (positiva-biologicista), defensor acérrimo del modelo manicomial de encierro en los hospitales psiquiátricos. Los componentes relacionados a una visión interdisciplinaria, psicosocial y de los determinantes sociales de la salud aparecen de manera cosmética, consignas sin contenido. Por otro lado, sostenemos que, en general, el debate actual sobre un nuevo modelo de atención de salud mental se ha reducido a cuestiones de índole económica e institucional. Apostamos a ir más allá y avanzar en una ruptura epistemológica con el modelo médico hegemónico, en la dirección de un cambio de paradigma basado en la dimensión de la subjetividad y los vínculos, la articulación entre lo singular y lo colectivo, el trabajo interdisciplinar, la despatologización y desmedicalización del padecimiento subjetivo y los Derechos Humanos.

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