Analizando ambos tipos de argumentos, resulta más o menos evidente que la necesidad de encontrar un límite al salario de diputados y senadores no es un mero simbolismo demagógico de dos jóvenes idealistas, sino que se trata de una medida necesaria para, primero, frenar la entrada de corruptos a la política y, segundo, frenar la alienación parlamentaria.
Los argumentos esgrimidos en contra del proyecto presentado por los diputados Boric y Jackson acerca de limitar éticamente el salario de los parlamentarios provienen, básicamente, de dos corrientes: Una especulativa y otra clasista. Es interesante analizar ambas líneas argumentativas para comprender la importancia de instalar este debate, pues la propuesta está lejos de ser un mero simbolismo o una declaración de buenas intenciones.
El argumento especulativo tiene relación con la corrupción. Se dice que, al disminuir el salario de diputados y senadores, estos quedarían vulnerables a las presiones de la elite económica y, por lo tanto, el sueldo debiera fijarse, aparentemente, en un punto donde el incentivo a corromperse sea nulo. Este razonamiento es débil porque, al asumir que los parlamentarios son intrínsecamente corruptibles, se hace de inmediato inviable encontrar una cota monetaria máxima que impida que este supuesto “impulso natural” a establecer relaciones impropias entre el poder económico y la política se satisfaga. En otras palabras, es imposible establecer un límite en el que este tipo de prácticas deje de ser una opción atractiva. Pero más allá de la traba técnica de este argumento, es importante cuestionarlo más allá: ¿Es éticamente aceptable que, para evitar que nuestros parlamentarios sean sobornados, debamos posicionarlos en el decil más rico de la población o será que debemos buscar un mecanismo para regular estrictamente el cohecho, para así desincentivar la llegada de los amantes del dinero y el poder a cargos de elección popular? Lo segundo parece ser el camino correcto. Es más, si damos vuelta el argumento, incluso aceptando que existen políticos corruptos «por naturaleza» (lo que probablemente sea cierto), podríamos decir que, en lugar de pagar sueldos altos para que los parlamentarios no se corrompan, debiéramos fijar sueldos no tan altos para así desincentivar la entrada de personas proclives al soborno al parlamento.
El segundo tipo de argumento, el de clase, es el que utilizan los propios «afectados» para rechazar la iniciativa que busca reducir sus salarios de lujo. Hemos escuchado desafortunadas frases de los diputados Auth (PPD) y Edwards (RN) aludiendo a la «mesada» que recibían los ex dirigentes estudiantiles antes de ingresar al parlamento. Auth fue más allá e incluso enumeró los gastos en los que incurre, quizás olvidando que existe un porcentaje de la población que debe hacer lo mismo con un salario 40 veces menor. Todos estos comentarios, por más superficiales, pequeños o falaces que sean, representan la defensa que hace una clase privilegiada ante la embestida de otra que reclama por mayor equidad. Y aquí es importante profundizar, ya que la crisis de credibilidad que padecen hoy los parlamentarios encuentra explicación precisamente en este punto: Cuando los representantes de los ciudadanos se transforman, mediante el voto, en una casta superior, terminan por alienarse de la realidad y, por lo tanto, esta «clase parlamentaria» no irá en búsqueda del bien común, sino que luchará por resguardar sus intereses, es decir, los intereses de la clase dominante. Eso es lo que vemos hoy con este fuerte y transversal rechazo a un proyecto que busca apenas acotar su remuneración: La «clase parlamentaria», cuyos intereses dejaron de ser los de sus «representados», lucha por mantener su distancia de la ciudadanía para así conservar sus privilegios y, con esto, su estatus de casta superior.
Analizando ambos tipos de argumentos, resulta más o menos evidente que la necesidad de encontrar un límite al salario de diputados y senadores no es un mero simbolismo demagógico de dos jóvenes idealistas, sino que se trata de una medida necesaria para, primero, frenar la entrada de corruptos a la política y, segundo, frenar la alienación parlamentaria.
Pepe Mujica, quien señaló en su reciente visita a Chile que “a los que les gusta la plata hay que correrlos de la política”, dona gran parte de su sueldo; vive con US$ 1250 mensuales y, al ser consultado por esto, responde con envidiable empatía: “Con ese dinero me alcanza, y me tiene que alcanzar porque hay otros uruguayos que viven con mucho menos”. Lo de Mujica no es demagogia, es un estilo de vida que adoptó, en parte porque cree en la austeridad como un valor central, pero además porque entiende que para que un país camine hacia el bien común es necesario entender que la política no es una profesión «rentable», sino una actividad para servir al país y a los más necesitados y, en este sentido, el voto no puede ser un pasaje de ida hacia el decil más rico ni el parlamento puede ser cómplice de la desigualdad.
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