Henrik Ibsen en 1882 escribió la obra «Un enemigo del pueblo». Lo que perseguía en ese entonces era ponderar los valores de los sujetos frente a su propia moralidad, lo que Carl Schmitt llamaría una tiranía de valores, es decir, la tensión y confrontación entre dos presupuestos de valor que luchan y se arriesgan por primar uno por sobre el otro. Eso es lo que también en Chile podríamos mal llamar democracia.
Ibsen, resumía lo anterior en la figura del médico – el doctor Thomas Stockmann– de una ciudad en Noruega, que en sus investigaciones descubre que el agua del principal balneario de la ciudad tiene una bacteria que atenta contra la vida y la salud de los ciudadanos. El problema de esto es que tal balneario constituye la principal fuente de turismo de la zona, y por lo tanto, en él se concentra la mayor entrada de riqueza de la localidad. El doctor Stockmann, inmediatamente pone al tanto de su investigación a la población y a las autoridades, sin embargo, se encuentra con la sorpresa de que su tesis produce un rechazo generalizado y aberrante. De un día a otro sus conciudadanos se tornan distantes y él es tratado en su ausencia con la categórica denominación de enemigo. Nadie desea iniciar el proceso de purificación del agua del balneario por el tiempo que demora y por las amplias pérdidas económicas que conllevaría. La disputa entonces se focaliza en la primacía del dinero por sobre la salud, la subyugación de un deseo egoísta por sobre el bienestar físico. Lo que no deja de ser curioso es la voluntad generalizada de la población por colectivizar el bien común a la prosperidad económica antes que a otros bienes que solemos llamar esenciales, algo así, como el de la propia vida.
Sin conocer la existencia de Chile ni la reputación de sus vicios, Ibsen –y este es el punto que me interesa de su obra–, se adelanta a la matemática política y trata un motivo repetitivo y a estas alturas absurdo: el imperio de lo egoísta antes que la clarividencia de lo lógico. En clave chilena: la eterna novela de la batalla ficticia entre dos derechas, antes del prólogo de un libro que puede parecer a lo menos interesante, y no uno burdamente sabido que tiene por práctica recurrente mofarse de nuestra amnesia política (Sabato, nos advirtió: no existe memoria colectiva).
Es imposible no asociar a los ciudadanos de Ibsen con la terquedad e ignorancia de nosotros, los chilenos, no por faltar a la inteligencia o no contar con un mínimo de sapiencia, sino por el miedo a lo inestable y su extrema prevención a lo peligroso. Al fin y al cabo, desde sus orígenes el hombre solo busca una cosa: su sobrevivencia y sobre eso no existe un mayor juicio de reproche. Ambos pueblos –el de Ibsen y el nuestro–, optan por mantener y restablecer las bases de su seguridad y se autoconvencen en que aquello es lo bueno, y que un atentado a ese statu quo de papel solo deviene en su negación: ¿Para qué votar por el candidato que propone algo diferente, cuando ya sabemos cómo gobierna la izquierda y la derecha? (O en palabras más técnicas, cuando ya sabemos cómo gobiernan dos malos intentos de derecha).
El fantasma del conservadurismo decimonónico más que un espectro, a estas alturas ya se consolida como parte de los mínimos morales de la mayoría de la población, obligando y sometiendo a los sujetos a gobernar sus decisiones a través del juicio de estos preceptos teológicos. Y todo esto no es una tesis o un comentario sin mayor sustento, para corroborarlo pondré un ejemplo clásico, tan clásico que nunca pasa de moda: este domingo, al igual que en los últimos 23 años primó el resguardo y a veces hasta la falsa creencia en la sobreprotección de lo futuro, por sobre el riesgo a un posible y bíblico cambio. Parece que el entendimiento del ensayo y error no aplica a nuestra sociedad, en su defecto únicamente se conserva el error y error. Una suerte de síndrome de Estocolmo.
En la obra de Ibsen, el pueblo miraba con ojos de desagrado la prevención del doctor y en Chile, el pueblo observa con ojos críticos y, en muchas ocasiones con repudio, la opción a una propuesta distinta que, si bien, demorará en estabilizarse y no correrá con la velocidad de lo cotidiano, sí buscará un replanteamiento del bien común e innovará la arqueología política de nuestra pequeña España, la cual esperemos no se encuentre tan cerca del caos en que cayó su histórica madre.
Luego de los eventos de este domingo, quizás sea necesario re-evaluar aquello que no es evidente y dejar que las figuras bíblicas se queden viviendo en lo dramático del pasado, dejar a un lado su ciega adoración, esconder los rezos que les hacemos antes de dormir y tal vez, esconder sus librillos de culto. Sería un buen reto huir de las catedrales políticas en las cuales comulgamos para obrar en aras de un algo probablemente más algo de lo que ya tenemos. Quizás acudir a esas silenciosas capillas a las que les hacemos tanto asco. No tengamos miedo – al igual que el doctor Stockmann – de ser llamados enemigos.
Ahora cabe preguntarse, ¿quién es el enemigo? ¿Aquel que optó por no tributarle al rey o ese que a fin de mes le entregó el mejor grano? Curiosamente, Ibsen, condena los vicios de la modernidad y de la mojigata sociedad de fin de siglo, entendiendo paradojalmente que el verdadero enemigo no es quien alzó la voz, sino aquellos que le taparon boca. El enemigo en Ibsen es el héroe popular del país, la fanaticada sedienta de bonos y reconocimiento, el legitimador activo de los añejos caudillos. Mientras que lamentablemente en Chile, el enemigo es quien enfrentó a María Antonieta y le enrostró que el pueblo tiene hambre, es el sujeto heroico que ironizó Ibsen, el médico que resguarda el antídoto a la enfermedad política, al resfrío del populismo, a la terrible jaqueca del gatopardismo y el terror. El antagonista de lo ‘correcto’.
Luego de los eventos de este domingo, quizás sea necesario re-evaluar aquello que no es evidente y dejar que las figuras bíblicas se queden viviendo en lo dramático del pasado, dejar a un lado su ciega adoración, esconder los rezos que les hacemos antes de dormir y tal vez, esconder sus librillos de culto. Sería un buen reto huir de las catedrales políticas en las cuales comulgamos para obrar en aras de un algo probablemente más algo de lo que ya tenemos. Quizás acudir a esas silenciosas capillas a las que les hacemos tanto asco. No tengamos miedo – al igual que el doctor Stockmann – de ser llamados enemigos.
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