Recordamos dos “consignas” que se constituyeron en las bases del llamado proceso de recuperación de la democracia en nuestro país. Consignas que todavía están vigentes y que de vez en cuando aparecen en bocas de políticos de todos los sectores, pero que siempre están presentes. Son dos fantasmas de una transición todavía inconclusa.
¿Por qué volver sobre ellas? Su evocación en estos momentos es para dejarlas en el olvido y no para volver a caer bajo su seducción. Aunque muchos encantadores querrán volver a utilizarlas para buscar una salida a las movilizaciones sociales, que en estos momentos encabezan los jóvenes en nuestro país.
Nuestra actual democracia se construyó en la medida de lo posible y bajo una política de los consensos. Dos consignas sobre las que se fundó todo el entramado político que dio/daba sostén a nuestra llamada ‘frágil democracia’. Fueron el faro que iluminó el proceso de transición para los actores políticos, los de la política tradicional por supuesto.
La consigna ‘en la medida de lo posible’ supuso que la democracia que se instaló a inicios de los noventa, fue una democracia que no tuvo un carácter fundacional como se hubiese esperado después del término de la dictadura militar. No fue una nueva democracia. Es la ‘democracia’ que instituyó el régimen militar avalada por los sectores de derecha y que por lo tanto, heredamos de los militares. Es una democracia que hasta el día de hoy se mantiene y que evidentemente ha sido sometida a maquillajes y a cirugías estéticas, pero su impronta ideológica (autoritaria y no participativa) se mantiene tal cual, construyendo así una jaula de hierro para nuestro sistema democrático, cuestión que está en la base del malestar actual.
Lo segundo, refiere a ‘la política de los consensos’. Como bien dice Tomás Moulian, ‘el consenso es la etapa superior del olvido’, del silencio. Es el consenso el que permitió que el entramado institucional avalado por la constitución del ochenta, se pudiera mantener. Cuando nos referimos al consenso, aludimos a una definición simplista del concepto, aquella que refiere a un acuerdo entre pocos, no al consentimiento entre todos los integrantes de una sociedad. Así, pasaron al olvido los anónimos y aquellos que no eran funcionales a la construcción de una democracia de carácter frágil, que según se nos decía, había que cuidar. Por lo tanto, no había que “hacer olas”, no había que quejarse. Nos enmudecimos. Sólo hablamos cuando había que visibilizar ciertas reivindicaciones muy puntuales. Solucionadas, nos volvíamos a callar. No hablábamos con sentido de país, sólo lo hacíamos en la medida de lo posible y según consensos.
Esto supuso la desmovilización de los llamados movimientos sociales, los cuales en aras de la construcción de una democracia que fue concebida como frágil, tenían que desaparecer o invisibilizarse en la llamada transición. No está demás señalar que gracias a estos movimientos fue posible que los actores políticos tradicionales pudieran ocupar un lugar y reclamar para sí la conducción del proceso de recuperación de la democracia. Entonces, no más movilizaciones y movimientos, porque no calzaban con el nuevo orden democrático o mejor dicho, porque ponían en riesgo la frágil democracia y su estabilidad. Y así hemos estado hasta ahora.
¿El mayor logro de esto? La desmovilización social y entender la política como una simple función de administración de las cosas, de competencias por el poder y el establecimientos de relaciones instrumentales y de una lógica tecnocrática. Es la política reducida a una mínima expresión; que se desconecta de la vida cotidiana, que se olvida de la afectividad vinculante. Una política que se configura como una “nuda vida” -si seguimos a Giorgio Agamben quien sigue a Benjamín-, concepto que refiere a algo que no está vivo ni muerto. Como alguna vez señalamos, supuso la construcción de una política muerta en vida, de zombis, que ya se lo querría George Romero, el padre del género, como guión para una película.
Se instaló una política vista como una existencia que fue despojada de todo valor, lo cual supuso la exclusión/expulsión social de la participación y de la ciudadanía. Así, un número significativo de sujetos tuvieron que vivir un “exilio político”, el cual se sumó a “otros exilios”: económicos, sociales, culturales, entre otros.
Esto es lo que nos recuerdan y nos refriegan las movilizaciones de hoy. El haber utilizado estas dos grandes consignas para ampararse en ellas y no avanzar, no sólo en las grandes transformaciones políticas que hubiesen permitido la construcción de una ‘democracia verdadera’, sino tampoco en la disminución de las desigualdades e inequidades sociales que tiene todavía el país, del cual tanto se enorgullecen algunos cuando se mencionan que somos parte de la OCDE.
Si ayer se traspasó el protagonismo a los actores políticos institucionalizados, que con su racionalidad prudente y realista construyeron una democracia de los consensos y en la medida de lo posible, hoy es la ciudadanía movilizada quien está revitalizando la política y no precisamente en los espacios tradicionales de ella. Por eso, no hay que volver a traspasar el protagonismo así como así a la política institucionalizada. Es el tiempo que la política institucionalizada aprenda de la ciudadanía si quiere seguir vigente, si quiere ser valorada nuevamente.
Así, en ‘medida de lo posible’ y la “política de los consensos’ es lo que parece estar llegando a su fin. Si esto es así, nos estamos enfrentando realmente al término de la transición a la democracia y quizás asistiendo a la construcción de una nueva democracia, cuestión que no se quiso –bueno algunos dirán que no se pudo- hacer en los últimos 20 años. Vamos de la mano de quienes siempre han sido denostados, los jóvenes; aquellos que siempre etiquetamos como: ‘apolíticos’, ‘amorales’, ‘incultos’ entre otros adjetivos. Son ellos quienes nos están indicando el camino. Sólo debemos seguirlos y aprender de ellos.
————
Foto: Simenon / Licencia CC
Comentarios