La única medida que vale es la calidad de nuestro trabajo, sancionado por nuestra propia conciencia profesional. Esa es nuestra dignidad.
En el marco de la Reforma Educacional, el ministro Nicolás Eyzaguirre se ha referido a la necesidad de potenciar la formación inicial docente a través de sus mejores universidades, especialmente las estatales, de modo que atraigan y formen las mejores vocaciones pedagógicas, se vinculen con las escuelas y liceos y desarrollen investigación educativa pertinente. Asimismo, ha destacado la importancia de dignificar a los profesores, a través de una propuesta concreta de carrera docente que asegure mejores condiciones laborales, definiendo una trayectoria profesional asociada a un nuevo modelo de evaluación de desempeño y mejore el actual nivel de remuneraciones de los maestros.
A nuestro juicio, caben aquí los requisitos indispensables que deben cumplirse para sentar las bases firmes de la educación de calidad que Chile y los chilenos esperan para sus niños y jóvenes.
Si se comprende que esta difícil tarea debe considerar no solamente la calidad de la formación docente que buscamos de aquí para adelante, sino también, qué hacemos con lo que hay, con los miles de profesores mal formados que actualmente ejercen la profesión deficitariamente y, también, los miles de profesores que sí lo hacen bien y que han sido inmerecidamente postergados y dañados en su dignidad profesional; si se da solución integral al problema, poniendo voluntad política y recursos suficientes, qué bueno sería para Chile y para el futuro nuestro.
Pero no basta con que haya esfuerzo del Estado, también es necesario que los propios profesores hagan lo suyo. La dignidad no solo es asunto de quienes puedan crear condiciones para obtenerla, sino, muy especialmente, de quienes se la merecen y se la dan a sí mismos.
En la dinámica de nuestra profesión, mucho hay que aprender siempre y, lo que es más difícil, mucho que desaprender; sobre todo, los malos hábitos, los estados anímicos de otros asumidos como propios, la actitud pesimista de que esto no tiene vuelta, porque no depende de nosotros; la desesperanza aprendida. Si estamos en esto, es porque tenemos una fe inmensa en las posibilidades de la educación como proceso de transformación humana y social. No podemos confundirnos con los resultados del SIMCE y otras mediciones. La única medida que vale es la calidad de nuestro trabajo, sancionado por nuestra propia conciencia profesional. Esa es nuestra dignidad. Sabemos que esta tarea es delicada, porque exige tanto de nosotros que si no fuera por lo que hacemos, la sociedad quedaría sin rumbo. La niñez y la juventud de nuestro país nos necesita y nos merece bien altos.
El futuro depende de lo que seamos capaces de hacer desde nuestra posición como educadores, que siempre será una posición de riesgo y que, por lo mismo, nos exige mucho coraje, mucho desprendimiento personal, mucha paciencia, mucho tiempo; a veces, mucha incomprensión e ingratitud. Pero si hemos optado por este camino es porque sabemos cuál es nuestra responsabilidad, cuánto nuestro deber. Y, lejos de cualquier consideración crítica, es también, la más hermosa de las profesiones. Un camino de felicidad que nos hace leve el dolor y el cansancio.
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