Si el año 1988, a la población que se jugó (muchos la vida) por el triunfo de la vuelta a los procesos democráticos a Chile, le hubiesen contado que las cosas demorarían tanto en cambiar quizás se hubiese apostado por otros caminos de «remoción» al Dictador de la época.
Lo cierto es que no fue así y el trayecto especialmente en políticas públicas, ha sido arduo y arraigado a una base desastrosa que fue otra herencia de la dictadura (las cifras de pobreza hacia fines de los ochenta en Chile eran similares a las de cualquier país subdesarrollado del «cuarto mundo», hoy).Ni Montes está defendiendo el sentido común (por más que alegue sentirse desconcertado y falto de confianzas), ni Allamand sabe bien que está refiriendo cuando habla de políticas educativas. Ambos a su modo defienden lo que siempre han defendido a ultranza sus propias prebendas, ¿legítimo? por supuesto, el problema es que el costo no puede ser a expensas de lo «público».
En ese contexto, sin duda uno de los temas más sensibles en este proceso fue la educación, en otra entrada he descrito algunos aspectos de la reforma del ’81 y sus sucesivas modificaciones desde el ’90 en adelante. Y es que ese es justamente el problema, cómo deshacer lo hecho, cómo llegar a un punto si bien no similar al del momento previo al golpe de Estado, al menos que no funda como una sola y misma cosa dos paradigmas contrapuestos que son incompatibles en forma y fondo (ni hablar del desajuste que aquello promueve en el desarrollo del aprendizaje de aula).
Y es que esta confusión -pretendida o como diría Manuel Antonio Garretón en su versión del neoliberalismo chileno, propia de un paradigma «corregido»- sólo trae más confusiones, o más aprovechamientos de los interesados de turno, o dicho de otro modo, los interesados y beneficiados de la «confusión».
Ya supimos y conocimos el «debate» al que sometió la derecha chilena a la recién aprobada reforma educativa, incluso impugnada constitucionalmente por los sectores más reticentes y también más interesados en no remover el statu quo, objetivo que sólo consiguieron en parte y que, valga mencionarlo, sólo atenuó temporalmente el verdadero orden de interés de estos sectores, que era mantener el privilegio de hacer negocios lucrativos, desde una perspectiva de Política Social, y esto es lo medular, el acople forzoso -a nuestro juicio- entre paradigmas contradictorios, que terminan por crear sectores interesados ya no en el desarrollo de las políticas y derechos sociales, sino en la ganancia a veces desbordada que ellos con justa razón (pues se les dieron garantías al comienzo del proceso de que aquello no sería modificado) obtienen de la explotación del Bien/Servicio educativo.
Desde allí el traslado del eje de la discusión se vuelve menos complejo aunque más áspero, el derecho a seguir siendo subvencionado por el Estado a partir del ingreso vía matrículas a escuelas, colegios, universidades, institutos profesionales, centros de formación técnica, cuyo objetivo es lucrar y no desarrollar, al menos en principio, elementos de mejora continua en los aprendizajes o en la formación de profesionales. Asumiendo esto, es que vale un poco revisar las declaraciones que en días previos dan Fernando Montes (rector Universidad Alberto Hurtado ) y Andrès Allamand (político, ex Senador, ex Ministro, ex candidato a la presidencia RN).
Ni Montes, está defendiendo el sentido común (por más que alegue sentirse desconcertado y falto de confianzas), ni Allamand, sabe bien qué está refiriendo cuando habla de políticas educativas.
Ambos a su modo defienden lo que siempre han defendido a ultranza sus propias prebendas, ¿legítimo? por supuesto, el problema es que el costo no puede ser a expensas de lo «público» y eso como bien se ha sostenido no es necesariamente lo estatal. En principio, lo «público» sería aquello que se le confronta en términos de oposición directa a lo «privado», aquello que por definición es lo privativo, es decir, lo que le es característico y exclusivo a alguien, en el caso de Montes, sus ganancias, en el de Allamand, la defensa del derecho a lucrar con derechos sociales.
El problema no es lo que unos y otros defiendan sino los medios que utilizan como argumentos, simples falacias discursivas acomodaticias, que «al final del día», son medibles y transables en el mercado (no le adjudico de suyo una connotación negativa a ese hecho).
Y ahí hay un punto, pues ni siquiera la condición de vulnerabilidad, que es por su carácter una condición de carencia material en primer momento, puede usarse como argumento de subvención a todo evento, pues puede y debe ser equilibrada con políticas sociales y derechos sociales, pero no con el arbitrio del mercado, intervención que para el caso de las Políticas Sociales si posee una connotación negativa.
Así que los desconcertados y sin confianza somos nosotros, estimado Fernando Montes, porque de un momento a otro y ante los hechos «reaccionó» de la manera que lo haría cualquier comerciante, por cierto, en su justo y legítimo derecho, aunque con evidencia de que lo que le molesta es su perjuicio personal, y no apelando a la falacia del bien común, de la cual es fácil hacerse parte, pero complejo hacerse cargo.
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