El reto es grande, las metas ambiciosas, los obstáculos son varios, pero en todo caso, Colombia no deja y no puede dejar de soñar. La salida negociada del conflicto armado que se vive en el país desde hace más de medio siglo, parece a estas alturas y no obstante sus dificultades, la única salida.
Hace mucho tiempo un anuncio realizado por el Presidente de la República no despertaba tanto alboroto en Colombia como el del pasado 27 de Agosto, cuando Juan Manuel Santos comunicó al país el inicio de un proceso de negociación con el grupo guerrillero Fuerzas Armadas Revolucionariasde Colombia – FARC. Y no es para menos, cincuenta años de guerra definitivamente no son poca cosa. Este sería el tercer intento de llegar a un acuerdo de paz con este grupo insurgente desde su fundación en el año 1964, el primero tuvo lugar durante el gobierno de Belisario Betancur entre los años 1983 y 1987, el segundo durante el gobierno de Andrés Pastrana entre los años 1999 y 2002. El anuncio fue muy concreto: acercamientos preliminares a partir de tres ejes fundamentales (aprender de los errores del pasado, la dejación de las armas como fin último de las negociaciones y continuidad de las acciones militares durante los diálogos). Pero aún más sorprendente fue la alocución presidencial del 4 de septiembre, en la que Juan Manuel Santos informó que la primera etapa de las negociaciones ya había culminado y que como resultado el Gobierno colombiano había firmado con las FARC el denominado “acuerdo general para la terminación del conflicto”. En este acuerdo, según las declaraciones del mismo Presidente, se establecieron “la agenda y las reglas de juego” de las siguientes dos etapas del proceso. Este anuncio fue reiterado por Rodrigo Londoño Echeverri, alias “Timochenco”, actual jefe máximo de las FARC. El acuerdo prevé cuatro temas alrededor de los cuales girarán en lo que viene las negociaciones: el desarrollo rural, las garantías para el ejercicio de la oposición política, el fin mismo del conflicto y la reparación a las víctimas.
Esta situación ha despertado las más fuertes emociones entre distintos sectores. Muchos se oponen a una negociación con las FARC que no parta de un cese al fuego incondicional por parte de la guerrilla. Entre ellos se encuentra, por ejemplo, el ex presidente de Colombia Álvaro Uribe Vélez, quien para bien o para mal continúa cumpliendo un rol significativo en el debate político colombiano y ha sido muy crítico frente a las políticas implementadas durante la presidencia de Juan Manuel Santos, su ministro de defensa. Uribe Vélez ha afirmado incluso que este proceso es “una bofetada a la democracia”. La oposición es tal, que se ha llegado a señalar a Santos en algunas columnas de opinión y en las redes sociales como traidor. Adicionalmente, algunos analistas observan con preocupación el hecho de que el proceso de paz haya comenzado en medio de lo que parece ser una arremetida militar de las FARC, lo que sirve de argumento para los que sostienen que el grupo guerrillero no tiene realmente voluntad de paz y que todo se trata,nuevamente, de una treta de las FARC para volver a consolidarse política y militarmente.
Mirando las cosas con optimismo, es decir, partiendo de la base de que sí es posible negociar la desmovilización de las FARC, pero sin perder de vista de que se está hablando de un proceso de paz realista, tal y como lo afirmaron el Presidente y Timochenco, es importante hacer algunas precisiones con relación a los puntos establecidos en el acuerdo ya firmado. Primero, los problemas del campo colombiano no serán resueltos en una mesa de negociación entre la guerrilla y el Gobierno. La pobreza en las zonas rurales, el desplazamiento forzado, el despojo y la concentración de la tierra, son problemas muy profundos y que se encuentran en el corazón del conflicto; sin embargo, es en el debate democrático y público en donde la deliberación sobre estos temas puede dar algún rendimiento. Ninguna de las partes involucradas ni la sociedad colombiana en general, podrán esperar de las negociaciones de paz con relación a este punto algo más allá que el compromiso de someter a la discusión parlamentaria algunas propuestas.
Segundo, la participación en política de miembros de las FARC es el primer aspecto en el que el Gobierno tendrá que ceder, de lo contrario el proceso de paz sencillamente no tendría sentido. Este tema es casi un tabú en Colombia, muchos sostienen que la guerrilla ya no tiene un proyecto político y que se trata “simplemente” de terroristas (aunque siempre han sido calificados de esta manera). Dejando de lado la discusión sobre el concepto de terrorismo, es importante afirmar lo siguiente: es cierto que las FARC han acudido a prácticas inhumanas, también es cierto que han estado involucradas en el narcotráfico y que su proceder resulta muy contradictorio con las reivindicaciones sociales que aparecen en su discurso, pero nada de esto excluye sus aspiraciones a posiciones de poder. El punto aquí es si el sistema y el sentido democráticos de Colombia son lo suficientemente amplios para abrir espacios de participación reales y si las FARC, claro está, son capaces de apostarle a la democracia y de someterse a sus reglas de juego. Esto supone proporcionar garantías de seguridad, para evitar repetir experiencias como la de la Unión Patriótica, partido político que surgió precisamente de negociaciones de paz con las FARC en los años ochenta y que fue exterminado sistemáticamente mediante asesinatos selectivos.
Tercero, “el fin mismo del conflicto” supone abordar el tema de la desmovilización y de la reintegración a la vida civil de miles de personas. Hay que decir que el Estado colombiano tiene en este aspecto un camino recorrido que ha permitido acumular experiencias muy útiles, pero esa misma experiencia ha puesto en evidencia las grandes dificultades institucionales, logísticas y presupuestales de esta tarea. Por un lado, la integración social es una objetivo complejo, pues proporcionar opciones de vivienda, educación y empleo a personas que probablemente afrontarán un fuerte rechazo social y que llevan años involucradas en dinámicas de violencia degradada, en un país en donde buena parte de la población carece precisamente de estas condiciones, no deja de ser polémico y costoso. Sin embargo, este es un aspecto esencial, no solamente para poder motivar la desmovilización, sino también para evitar el rearme.
Cuarto, la discusión sobre la reparación de las víctimas abre el debate con relación a los mecanismos de justicia transicional y la satisfacción de los derechos a la verdad, la justicia y la reparación. Aquí se deberán tener muy en cuenta las lecciones que ha dejado el proceso de desmovilización de los grupos paramilitares a cuyos miembros se les ha venido aplicando, desde el año 2005, un proceso penal especial, en el que se impone una pena privativa de la libertad máxima de 8 años a cambio de que el desmovilizado confiese los crímenes que haya cometido y que a la luz del derecho penal internacional puedan ser calificados como crímenes de guerra o crímenes de lesa humanidad y de que se repare a las víctimas. Este proceso se ha visto profundamente afectado debido a la magnitud de la violencia. La cantidad de crímenes que se deben investigar y la cantidad de víctimas que se deben reparar tanto a nivel económico como simbólico han llevado prácticamente al colapso del sistema, esto sumado a que los principales jefes paramilitares fueron extraditados a los Estados Unidos por cargos de narcotráfico, de manera que sus aportes a la construcción de verdad y a la reparación se han visto gravemente dificultados. La situación ante una eventual desmovilización masiva de las FARC es entonces muy clara: ni una ley general de amnistía ni un sometimiento absoluto al sistema de justicia colombiano son alternativas reales. En otras palabras, la sociedad colombiana debe tener claro que no todos, tampoco la mayoría de guerrilleros, irían a la cárcel, así como tampoco serán reparadas todas ni la mayoría de las víctimas. No existe sistema judicial, tampoco presupuesto, que puede tramitar cincuenta años de violencia. Adicionalmente, la discusión sobre la participación en actividades de narcotráfico deberá ser dejada en buena medida al margen, para no perder, por cuenta de los intereses norteamericanos, lo que se haya podido ganar en términos de democracia.
El Presidente Santos cuenta con el apoyo de partidos de distintas orientaciones. Congresistas del Partido Liberal, del Partido de la U y del Polo Democrático, por ejemplo, han expresado su respaldo al proceso. Adicionalmente, dentro de la comisión negociadora nombrada por el Presidente se encuentran personas representantes de sectores que deben jugar un papel fundamental ante un eventual acuerdo de paz. Un general retirado del Ejército de Colombia, uno de la Policía Nacional, así como la presencia de uno de los líderes más importantes del gremio empresarial, permiten afirmar, aprimera vista, que Santos no está solo en esta empresa.
El reto es grande, las metas ambiciosas, los obstáculos son varios, pero en todo caso, Colombia no deja y no puede dejar de soñar. La salida negociada del conflicto armado que se vive en el país desde hace más de medio siglo, parece a estas alturas y no obstante sus dificultades, la única salida.
————————–
Foto: Vanguardia.com
Comentarios