A principios de esta semana, una pequeña polémica (otra más ;-)) tuvo ocupada a parte de la twitteresfera chilena. Aparentemente aburrido por el tipo de mensajes y su estilo (bastante agresivo) que el usuario @fiskalizator compartía en la red, el ex diputado Tomás Jocelyn-Holt (@tjholt) aseveró que quien estaba detrás de esa cuenta era, nada más y nada menos, que el Fiscal Nacional Económico, Felipe Irarrázabal Phillipi. ¡Chan, chan! A raíz de lo ocurrido con la cuenta @fiskalizator, fue modificada la información en una wiki (no oficial) sobre la Universidad de Chile, en la que en la página sobre Irarrázabal se afirmaba que era un adicto a las redes sociales y su cuenta en Twitter era la mencionada (este dato de la wiki, un hallazgo de @ignacioiriarte).
Pero más allá de si era o no el Fiscal Nacional Económico el dueño de esa cuenta, desde la cual se negó lo indicado por Jocelyn-Holt, el episodio permite plantear una conversación sobre qué no pueden decir/hacer los funcionarios públicos en sus cuentas personales en las redes sociales. El hecho de que el episodio haya sido protagonizado por una cuenta anónima es, para efectos de esta conversación, un dato importante, pero no el central.
Normalmente, las redes sociales se tienden a asimilar con espacios públicos como las plazas, sólo que en este caso virtuales. La analogía es pobre, porque no toma en cuenta la diversa naturaleza y las particularidades de ambos espacios como lugares para ejercer la libre expresión y cómo este ejercicio se ve condicionado por el contexto en que cada persona emite la comunicación.
En el caso específico de los funcionarios públicos, su proceder está normado de manera explícita por el
Estatuto Administrativo y otras disposicones, y su conducta y desempeño es periódicamente evaluado. Aclaramos, eso sí, que cuando hablamos de funcionarios nos referimos a todas las personas naturales que tienen algún vínculo contractual con el Estado, independiente de su calidad (planta, contrata, contrato vía Código del Trabajo, honorarios), aunque no todos estén sujetas al Estatuto.
Sin embargo, antes que funcionarios son ciudadanos y como tales tienen derechos inalienables que no pueden ser vulnerados, en especial por el Estado, llamado a respetar y hacer respetar esos derechos.
Basta sumergirse un poco en las redes para observar cómo funcionarios de gobierno (no estamos hablando de aquellos nombrados por el Presidente y que son de confianza política) usan las redes para emitir juicios de indudable valor político. Simpatizantes de los gobiernos de la Concertación que opinan en contra del gobierno actual o simpatizantes del actual que atacan a otros sectores políticos. O que emiten opiniones sobre causas y demandas ciudadanas o sobre temas en los que debieras operar la prescindencia (término famoso sobre todo en tiempos electorales). No tenemos una respuesta clara, pero si nos interesa abrir la conversación. Por eso, lanzamos las preguntas.
¿Pueden funcionarios públicos emitir ese tipo de mensajes usando equipos y conexiones a Internet financiadas por el Estado? ¿Pueden hacerlo en horario de trabajo? ¿Es necesario normar este tipo de situaciones? ¿Normarlo no generará, por el contrario, un conflicto evidente entre las viejas lógicas organizacionales del Estado con las nuevas herramientas de comunicación personal basadas en redes sociales? ¿Es posible dejar todo esto al criterio de las personas, como se suele afirmar ante este tipo de situaciones?
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